Como Steven Adams

Le conocí hace unas cuantas madrugadas, en mi sofá y junto a un amigo. Flipé al verle sobre el Oracle Arena, sin arreglarse y con su bigote al desnudo, como si no se diese cuenta de lo que enseña, con el peligro de un escote. Mi amigo, entendido del extraño juego de las canastas, comentaba que Steven Adams era el menor de dieciocho hermanos y, además, jugaba de pívot para los Thunder de Oklahoma. El de Nueva Zelanda hacía resonar a Guille Giménez y a su infinita voz, sin la que no se entendería lo de trasnochar ni ver la NBA. Adams batallaba contra la exuberancia de Draymond Green, siempre sereno, como si le calmase el ritmo del baloncesto, con silencio de ajedrecista. No festejaba sus puntos y tampoco lamentaría un triple de los Splash Brothers, jamás se inmutaba. Steven Adams ni se alegraba ni se enfadaba, no me lo podía explicar, jugaba con la lejanía de un hombre al que de niño ya le desvelaron cada parte de su futuro.

Hace más madrugadas aún conocí a un compañero de clase, que como Steven Adams, no se enfadaba. Sin embargo, se alegra mucho. Jamás se acerca a los nervios y rezuma tranquilidad, con los efectos del vapor de agua. Cuando jugamos al fútbol se queda de portero, viste una equipación retro para conservar el glamour y lo para todo, siempre callado. Mientras, los demás chillamos cada gol. A veces me pregunto si hay que gritar o cerrar la boca. Y quién eligió cómo expresar los instintos. A veces me pregunto si hay que ser como Steven Adams y dejarse bigote, como mi gran compañero y amigo de clase.