Póker

Siempre queríamos jugar al póker y nos invitaron por sorpresa. No conocía al dueño de la casa pero sí a la mayoría de los que iban. Messi acabó el Valencia-Barça y bajamos en el coche de un amigo, con los cristales abarrotados de gotas de agua, mirando arriba, pidiendo clemencia. Tras el despiste fallido de siniestrar un Zafira, mi amigo consiguió aparcar al décimo intento, lejos de nuestro destino para la lluvia que caía. Corrimos como cuando entrenábamos y a la vez chillamos. Quién fue el listo de salir en forro polar. Por fin llegamos al portal, nos miramos al espejo y uno de nosotros decidió subir siete escarpados pisos a pie. Llegamos a la casa y ya nos esperaban. Estaba su líder, una autoridad innegociable que emanó de la naturaleza, como Godín ordenando a su defensa. No le discuten, pero alguno de nosotros se atrevió a proponerle nuevas medidas para sus reglas del póker. Y fuimos rechazados. Empezamos a jugar a las 7 en una mesa que merecía custodiar los papeles de Panamá, tarjetas black y varios contratos de Florentino, alumbrada por una lampara exquisita. Las fichas del póker pesaban como lingotes de oro y las cartas tenían mejor tacto que los billetes. Llevábamos tres manos y sonó el timbre. Apareció una chica rubia, eslovena, por qué. No se inmutó en toda la partida, mientras mis amigos perdían. Su líder llamó a la mujer eslovena y los demás se levantaron. Un chaval con coleta dijo que ya no quería jugar más. Nosotros nos piramos con el botín. Uno de los tres volvió a bajar por las escaleras, pero ya no le vimos.


Fotografía: Poker, por Yohann Legrand, en Flickr bajo licencia CC 2.0