Cero

Voy a comenzar mi historia por el final. Mi nombre es Mia. Tengo 17 años. Y quizás los titulares abran hoy con mi suicidio. Fin.

Cuando te levantas un fogonazo negro ciega tu visión. Tu cuerpo débil tarda en acostumbrarse al cambio de posición, la cabeza te da vueltas y lejos del calor de las sábanas el frío atraviesa sin dificultad la finísima capa de piel pegada a los huesos.

Por supuesto, lo primero es dirigirse al cuarto de baño. Por supuesto, lo segundo es subirse a la báscula al tiempo que te clavas las uñas en las palmas de las manos. Y, por supuesto, lo tercero es mirar hacia abajo atemorizada, deseando con todas tus fuerzas que el número sea el adecuado.

Pero no hay un número adecuado, no hay un número correcto o satisfactorio. Poco importa que cada semana el número se vaya empequeñeciendo más y más, poco importa que los huesos emerjan y la piel se hunda, poco importa que apenas puedas sostenerte en pie porque llevas días sin comer. El número tiene que ser más y más y más pequeño.

El objetivo es el cero. Las risitas de tus compañeras de clase te recuerdan cada día el objetivo. Las miradas mal disimuladas, los comentarios supuestamente desinteresados se clavan en el alma para torturarte cada segundo del día. Y solo piensas en el cero. Cero, cero, cero. El cero es el número. Primero una risa, luego una frase que pretende pasar por inocua, y después, un insulto a la cara ya sin disimulación alguna.

Corres a casa, te encierras en el baño y vomitas. Tu única comida del día, una simple manzana, desaparece con el ruido de la cadena. Y por un ínfimo instante te sientes bien. Pero, claro, luego vuelves a ver el número de la báscula. No es cero. Y el mundo se te cae encima.

Llega un momento en el que ya no eres tú. Simplemente te has convertido en un manojo de huesos recubiertos de estrecha piel con único pensamiento: cero. Como un autómata, cada acción y cada movimiento están encaminados hacia ese maldito número. Nadie parece percatarse de la delgadísima cuerda sobre la que te balanceas. Nadie ofrece su mano para ayudarte a mantener el equilibrio y, por supuesto, nadie pregunta nunca que cómo estás, que si necesitas ayuda o alguien con quien hablar.

Acabas decidiendo que no quieres ver nunca más el sol, ni los pájaros ni a las personas. Y poco importa la hora, el día o el lugar, llega un momento en que decides desaparecer, rasgarte en mil pedazos y dar para siempre la espalda a un mundo que te la había dado primero a ti.

Voy a terminar mi historia por el principio. Mi nombre es Mia. Tengo 17 años. Soy anoréxica. Necesito ayuda. No apartes la mirada. Cambia el final.


Fotografia: Santiago Álvarez en Flickr bajo licencia CC 2.0