Una obra de teatro

Lara Moya

Hace una semana que llevo viendo al mismo chico todos los días en el metro.

Mientras pasa el tiempo y se abren las puertas en cada parada le escucho a lo lejos y espero que en la siguiente le toque subirse a mi vagón. Cuando por fin lo hace y como yo ya le conozco, me acomodo en mi butaca y cierro los ojos.

Sé que calza unas Nike, que lleva gafas de cerca, carga una mochila y dispara con el violín que lleva entre las manos.

Al cerrarse las puertas es como si subiese el telón así que yo actúo como si estuviese en un teatro. Seis minutos es lo que dura la obra, una obra de teatro de tres paradas.

Nada más empezar miro molesta a todo aquel que lleva los cascos puestos. Lo mínimo que se merece el chico de gafas es que paréis la música los trescientos sesenta segundos que dura su actuación, aunque él ya debe saber lo duro que es el público del metro.

Cada día que pasa me imagino su vida distinta, su profesión varía dependiendo de la pieza que toque: los lunes, como mi imaginación no está muy despierta, es músico de la orquesta de Viena; los martes es un chico soltero en busca de un cazatalentos que viaje en esa línea de metro; los miércoles trabaja de camarero por las noches; los jueves se llama Dimitri y es un padre de familia que envía las monedas conseguidas por correo para sus hijos y los viernes, que es el día que toca las piezas más tristes, es simplemente un capullo que quiere ponernos tristes el único día de la semana que nos levantamos despiertos.

Sea quien sea ese día, cuando lleva dos minutos tocando cuatro personas de su exigente público meten la mano en el bolsillo. Alguna vez para sacar un pañuelo y otras para contar la cantidad de dinero que le van a dar. Todos aprietan las monedas con fuerza en la mano, quieren dárselas cuanto antes para que deje de tocar, de tocarles diría yo. Es que cada acorde se va abriendo paso entre las costillas, cada cuerda que roza se te cuela por los músculos y cada nota que sale de esa caja de madera, se te mete a ti en la torácica, os lo prometo. Y él lo sabe, ojalá lo sepa.

Las únicas palabras que pronuncia las dice nada más terminar: “gracias por escucharme”. Las suelta casi en un susurro y mirando siempre al suelo. Ahí es cuando lanzo miradas de odio a los malditos de los cascos.

A lo mejor por eso mira siempre al suelo, porque quiere creerse que todos le escuchamos, que todos somos unos valientes que le dejamos entrar dentro de nosotros.

Yo hoy me he comprado una hucha exclusivamente para él; para el músico, el soltero, el camarero, Dimitri y el capullo.

Para agradecerle esos seis minutos al día que tengo para mí. Seas quien seas, gracias.


Foto: Aranzazu en Flickr bajo licencia CC 2.0