La chica del pañuelo azul

María Corredoira

Cuando nuestro turista aterriza en Marrakech dos sensaciones parecen no querer desprenderse de su piel. La primera un calor pegajoso un tanto molesto, la segunda un olor ambiguo pero agradable que acabará identificando como especias.Como cualquier buen turista que visite la “ciudad roja”, así conocida por el predominante color rojo de los edificios, nuestro turista sabe que debe dirigirse sino el primer día, el segundo, a la famosa plaza Jamaa el-Fna.

Todo Marrakech gira en torno a la plaza. Vendedores de zumo y dátiles, encantadores de serpientes, tatuadoras de henna… Jamaa el-Fna es color, luz, tradición, cultura y magia. Impertérritos en la plaza son también los hombres y mujeres vestidos de pies a cabeza con sencillas pero elegantes vestimentas tradicionales, que pululan de un lado para el otro en una espiral de movimiento interminable.

Inmediato a la plaza se encuentra el zoco, un laberinto insalvable de tiendecillas y puestos de comida, ropa, productos artesanos, especias y millones de artilugios que nuestro turista no sabe identificar. Adentrarse en el foco es perder la noción del tiempo, es olvidar el mundo de los rascacielos y los edificios europeos y sumergirse en una especie de cuento mágico medieval.

Como buen turista que es, lo normal es aceptar, después de mucho regateo, que una muchacha te dibuje un bonito diseño en la mano con henna. Muchacha envuelta en un desgastado niqab azul que enseña a nuestro turista delicados diseños que, dice en un mal chapurreado francés, protegerán a nuestro turista del mal de ojo.

Nuestro turista asiente sin prestar atención, entregando su mano a la muchacha del niqab azul, mientras la observa detenidamente. El niqab cubre todo el cuerpo de la chica, dejando únicamente al descubierto los ojos. Mientras tatúa con la henna, la chiquilla habla entremezclando palabras en árabe y francés, levantando la vista del trabajo de vez en cuando para observar al turista. Nuestro turista apenas comprende palabra, pero no importa.

Aquellos bonitos ojos marrones le dicen que es una muchacha hermosa. Nuestro turista lo sabe, aunque no puede verle la cara. Lo sabe también por su voz, y también por la forma en que le sujeta la mano y le mira y le dibuja el tatuaje. Y lo sabe también por las arrugas que se le forman alrededor de los ojos al sonreír.

Cuando termina el tatuaje, la chica del niqab azul desaparece en medio de la multitud antes de que nuestro turista pueda reaccionar. Inútil intentar buscarla en medio de aquel laberinto insalvable.

El turista regresaría al hotel inquieto y terminaría regresando al zoco todos los días de su estancia en Marrakech tratando, en vano, de encontrar entre la multitud un niqab azul.

De vuelta en casa, privado de la belleza medieval del zoco y de la ciudad roja, seguiría recordando aquellos ojos enmarcados en un pañuelo azul, preguntándose cómo es posible enamorarse de unos ojos y unas simples arrugas en el extremo de los mismos.

Maravillado ante la posibilidad de encontrar y apreciar belleza en la más sutil de las cosas, nuestro turista comprendería finalmente que el consumo masivo occidental no compra la felicidad, que la belleza no se halla en mansiones o yates y que la grandeza está en los pequeños detalles.


Foto: Juan Antonio F. Segal en Flickr bajo licencia CC 2.0