Eternos

Amelia recordaba aquel fatídico día. Mamá parecía perdida en un limbo impenetrable, deambulando de aquí para allá. Papá, que siempre tenía una sonrisa en la comisura de los labios lista para regalar, se había puesto de repente serio y ya no sonreía.

Amelia tenía once años y no entendía demasiado bien la situación que se estaba desarrollando a su alrededor. Aquel día, papá, con cara ceniza, la había recogido del colegio y, sin mediar palabra, la había llevado a casa. Una vez allí, la sentó en una silla de la cocina y le dijo, tratando de escoger las palabras adecuadas, que el abuelo ya no estaba, que se había ido y no volvería.

La frase de que el abuelo se había ido sí la comprendía; el abuelo se podía ir al súper, o a tomar su legendario café de las tres y media, o a casa a colocar en orden alfabético su colección de libros, o a dar un paseo por la zona del río, o a millones y millones de sitios más. Pero, la frase de que el abuelo se había ido y no volvería ya no la comprendía tan bien. El abuelo siempre regresaba, siempre.

Amelia recordaba como el abuelo le había enseñado a no doblar la esquina del libro que estuviera leyendo, usa siempre un marcapáginas le decía, si doblas la esquinita estarás haciendo daño al libro, repetía. El abuelo también le había enseñado a cantar La Internacional. Orgulloso como un pavo real en celo, enseñaba siempre a Amelia su desgastado carnet del Partido Comunista, al tiempo que le tatareaba las estrofas de la canción del movimiento obrero; “arriba, parias de la tierra, en pie, famélica legión…”.

De las infinitas cosas que le había descubierto el abuelo, Amelia atesoraba especialmente aquellas en tardes en las que, pacientemente, este le enseñaba los nombre de las flores y de las plantas, de los pequeños insectos que correteaban o volaban de aquí para allá en el inmenso bosque que rodeaba la casa del pueblo. El abuelo también le había mostrado como reconocer los olores que emanaban de la tierra y del campo. Aquellas tardes habían quedado selladas en la memoria infantil de Amelia como lo más cercano que podía existir a un paraíso terrenal.

A sus once años no había comprendido lo que significaban aquellas palabras pronunciadas por su padre en la cocina de casa, había tardado años en realmente asimilarlas y entenderlas. Después de décadas sin regresar a la casa de pueblo, llegó un momento en que finalmente decidió dejarse caer por allí. Los  recuerdos del abuelo hicieron entonces acto de presencia sin que pudiera hacer nada por evitarlo, el baúl que tan cabezotamente había encerrado aquellas agridulces memorias se había abierto de par en par.

Los olores, los juegos de palabras, las canciones… volvieron de socavón y a Amelia le vino a la cabeza una frase que había escuchado ya hacía tiempo, “los abuelos deberían ser eternos”. ¡Y lo son!, – pensó. Su manía de usar siempre marcapáginas y no doblar la esquina de los libros, su costumbre de tomar un café a las tres y media y no ni un minuto más tarde, su preferencia por las azucenas en vez de los claveles… el abuelo continuaba presente, estaba en sus manías, en su carácter, en su forma de ser…; era – y siempre sería-, de alguna manera, eterno.