Un día de ascenso

Como si hubiera algo que celebrar, la noche pasada invité a mis amigos a mi terraza, sabiendo que al día siguiente tendría que madrugar. Pero no sería un día cualquiera. Y por eso tenía nervios. Y por eso me levanté incluso antes de lo previsto. Hice tiempo jugando al FIFA y cuando me pareció razonable salí hacia la estación de autobuses de Méndez Álvaro. Con la camiseta de mi equipo, un polo para camuflarme, mis pantalones favoritos y mi mochila. En la estación me reuní con mi colega y compramos dos sándwiches mixtos del Rodilla para el camino. Cogimos el bus a tiempo, sobre las 10 de la mañana, y llegamos a Málaga pasadas las 3 de la tarde. Durante el viaje vi una peli de Cara Delevigne y conservé los nervios intactos.
Al llegar, comimos rápido en la estación y salimos lo antes posible hacia el campo. Allí estábamos, en el césped de la Federación malagueña de fútbol, donde brillaba el sol y relucían las palmeras. Saludamos a la mujer del míster y a la novia de nuestro jefe, estábamos dentro. Pasamos con acreditaciones del diario As y nos dieron hasta petos de marca. Pisamos el verde y nos reunimos con los nuestros: con Eugenio, con Pepe, con Luis, con Pina, con Viti. Estaban convencidos, era el día, el Adarve tenía que subir a 2ªB. El único obstáculo serían 11 tíos de peinado idéntico que compartían una misma hechura: la del futbolista profesional, en cada jugador del Málaga B. Mientras los chicos del Adarve flipaban con la velocidad a la que corrían esos balones en el césped natural, mi colega Nacho y yo subíamos a la grada en busca del sitio que diese más suerte. Era fácil, estaba justo al lado contrario de la afición local y dentro de los familiares, amigos y compañeros del Adarve. Echamos de menos a Mario y arrancó el partido.
El filial del Málaga empezó como un rayo y los nuestros vivían la presión de los acontecimientos, pero éramos el Adarve, fuimos a sufrir. Aguantamos el arreón inicial, que se prolongó hasta los 30 minutos, y justo cuando lo superamos nos hicieron el primer gol, Kuki Zalazar. Sobrevivimos hasta el descanso y tomamos aire con la renta que aún nos acercaba al ascenso, el 2-0 de la ida en Madrid. Pero temíamos la reanudación. Sin embargo, el destino nos regaló una euforia inesperada. La zaga malagueña agarró a Héctor dentro del área y el árbitro pitó penalty, para matarnos de nervios. La madre de Álvaro Sánchez no quería mirar y yo tampoco, que me abracé a Jorge, pero su hijo metió gol. La grada estalló de emoción porque el sueño estaba muy cerca. Nacho, con muchas mayúsculas, lo contaba desde el live de Twitter, mientras yo respondía el montón de mensajes que nos llegaban. Mis amigos del barrio, los de clase, toda la familia. Pero cuando todo parecía tan de rosa y los jugadores del Málaga B aceptaban la derrota, se pusieron a jugar sin nada que perder. Y pum, latigazo de Kuki Zalazar y el partido volvía a la realidad.
El Málaga ganaba 2-1 y necesitaba otros dos tantos para ganar. En la grada no queríamos ni pensarlo. Pero los pensamientos se alargaban, porque minutos más tarde hicieron el tercero de penalty y tan solo les faltaba un gol para obrar la remontada. La situación era jodida, los chavales del Málaga nos estaban machacando y de pie en cada asiento sentíamos que en cualquier momento podría llegar lo peor. Y como tantos lo pensaban, llegó. Wojcik, un polaco con más acento que Susana Díaz, marcó de cabeza el 4-1. No era posible, bueno sí lo era, pero demasiado cruel. Los aficionados locales chillaban en nuestra dirección, riéndose de nuestra dicha. Le escribí un mensaje a mi chica diciendo que estábamos fuera y mi madre ponía por el grupo de la familia que no me sofocase. Mis colegas de siempre veían los minutos finales desde la biblioteca. Mi padre me dijo que como el Madrid, lo sacaríamos al final. Yo la verdad es que no lo creía. El Adarve en el campo echaba el resto para apurar sus opciones y el Málaga, con miedo, se metió atrás. Quedarían siete minutos. Mi primo Luisete, con el que vi al Madrid en momentos fatídicos en los que nunca perdió, me decía que confiara. Pero después de que Leo rematara al larguero en el 90 le escribí que se acabó. Casi con lágrimas en los ojos estaba preparado para contemplar los segundos finales, recordando la temporada. Y de pronto Gianni cogió el balón en una esquina del área, centró como pudo con su pierna menos buena, de forma inofensiva,  y un milagro ocurrió. Abatidos en la grada, alzamos la vista al fondo del campo y qué vimos. Un balón que se colaba a la portería de nuestros sueños, por arte de magia. No lo creíamos, era el gol del ascenso a 2ªB. Luis Muñoz, central del Málaga que jugó hace unos meses en el Bernabéu y en el Camp Nou, despejó del revés y se metió el gol más feliz de nuestra historia. En la grada nos moríamos, nos abrazábamos, llorábamos, era real. Agus agarró el balón del gol como si fuera un botín de oro y Moncho salió desde el banquillo para no parar de correr hasta la valla que separaba al Adarve de su afición, siempre juntos. Nacho y yo nos abrazamos y mi madre ahora se preocupaba por los excesos de alegría. Pero aún era el minuto 94 y faltaría para el final. Leo la volvió a tener solo frente al portero pero no entró y los locales tendrían su último ataque, con todos nosotros al borde del infarto. Centraron atrás, con todo el Adarve en el área, y su mejor centrocampista le pegó desde la frontal. El balón salió disparado con una pinta brutal pero algo en el aire, otro milagro, lo desvió y salvó el gol. Se acabó. Entre lloros llamé a Lara y le dije que habíamos ganado, que no estábamos fuera, que éramos de 2ªB. Hablamos con nuestra familia y amigos, que lo vieron por Telemadrid, y bajamos al campo. A felicitarnos entre todos, hacer las fotos, grabar las entrevistas, que solo fueron cánticos. El presi nos dijo que de los nervios se fue al Corte Inglés para no ver el partido, pero que llegó al gol, lo sabía. Nos sentamos en el césped, los ultras del Málaga lanzaron piedras y seguimos pensando en el partido. El Adarve era equipo de 2ªB, en un día de ascenso.