Servilletas y tinta negra

Ana volvió a repasar insistentemente los últimos trazos que había escrito con tinta negra sobre la servilleta. Al pie de sus pequeñas historias siempre aparecían los mismos caracteres; Seshat, nombre de la divinidad egipcia de la escritura. Era su firma, su seña de identidad.

Su misión, como le gustaba llamarlo, había comenzado hacía apenas unos meses. Meses, semanas y días tan intensos y vibrantes que engañaban a sus sentidos, haciéndole creer que llevaba años haciendo aquello. Sentada en una silla en la esquina de una bohemia cafetería, al tiempo que doblaba la servilleta número 72, sonrío al recordar cómo había comenzado su pequeña aventura.

Aquel lejano y apagado día de diciembre todos los astros parecían haberse alineado en su contra. Los rumores que sobrevolaban la oficia se confirmaron oficialmente y su despido junto al de otro par de compañeros se materializó para su más grande estupor. La toxica relación con su antiguo novio la asfixiaba y consumía. Su mejor amiga llevaba dos años de quimioterapia y nada parecía funcionar. Deudas, desengaños, infelicidad… no había nada en su vida que le empujara a sonreír.

Con los papeles del despido en la mano había comenzado a callejear y deambular por la ciudad sin rumbo definido. Regañándose a sí misma por no haber cogido una chaqueta más adecuada al gélido frío de diciembre, se refugió en una cafetería de una pequeña callejuela.

Y allí sucedió. Destino, predestinación, magia. No sabía definirlo. Mientras esperaba a que le sirvieran el té, su mirada fue a posarse en una arrugada servilleta descuidadamente olvidada en un rincón de la mesa.

“Hoy no ha sido un buen día. De hecho, ha sido un día desastroso. Pero me siento agradecida. Agradecida por haberme despertado esta mañana. Por respirar. Por ver. Por hablar. Por sentir. Por tocar. Por interactuar. Simplemente, me siento agradecida por estar aquí y ahora. Estoy viva, y eso es mucho. Quizás no haya sido un día tan malo después de todo…”

Aquellas palabras golpearon a Ana con la fuerza de un huracán. Comprendió que cuando un caos interior la desequilibraba, la desestabilizaba, buscaba desesperadamente refugio en cualquier publicación impresa que cayera en sus manos. La magia de la palabra. El poder de la palabra. Aquellos sentimientos que era incapaz de transformar en palabras, se construían ahora ante su inquieta mirada. Sentimientos, ideas, pensamientos. Todo experimentado antes; almas que atravesaron los mismos puentes. Todo transportado al papel. Y es entonces cuando se encontró, se curó y reconstruyó.

Tenía que dar las gracias. De alguna manera tenía que agradecer a aquella persona anónima que le había recordado que la felicidad está en pequeñas cosas, que la vida siempre merece la pena. Y la encontró. Encontró la manera de dar las gracias y ayudar a almas perdidas, tristes o solitarias. Cada vez que sus pasos la dirigían a una cafetería, su boli de tinta negra garabateaba una frase, unas palabras en una servilleta que luego dejaba olvidada en algún rincón. ¡Quién sabe quién podría leerlo! – se decía – ¡Quizás a alguien le saque una sonrisa!

El poder de la palabra es inmenso. Como si un furtivo se introdujera en el interior, recogiera las inquietudes, las ordenara y las trasladara al papel. A veces, solo se necesita que alguien exprese lo que uno siente, piensa, sufre…. Por eso leía Ana. Por eso escribía Ana.

 

Autora: María Corredoira