En la fila del comedor

Teresa Álvarez Olías es autora de novela clásica y relato, vecina del distrito de Fuencarral-El Pardo que publicó su tercer libro, “Campo de Amapolas” (Editorial Amarante), el pasado mes de septiembre de 2017. El lunes 18 celebrará un taller de edición para autores noveles en la biblioteca Rafael Alberti y el 18 de enero presenta su novela en El Pardo. Este es uno de sus relatos. 

Huele a huevos fritos por toda la calle y eso alegra más que un día soleado. Desde primera hora, hay personas haciendo esta cola, y muchas mañanas hiela. Cuando tienes hambre, también sientes frío, y es complicado sonreír, razonar y hablar. Hace años, cuando era joven, mucho antes de llegar a España, no pensaba jamás  que tuviera que mendigar alguna vez. Pero la vida se complica y hoy tengo que ponerme en fila y contestar la encuesta que la secretaria te indica, para tener derecho a la tarjeta que te permita comer, dormir, conseguir algo de ropa, y quizá trabajar.

No me preguntes cómo se sobrevive en una gran ciudad, simplemente lo intentas. Te levantas y revisas tus cartones, tus papeles, tu cuerpo. No te fías de nadie y a la vez duermes en medio de todos. El mundo es una escuela donde nunca querrías quedarte a aprender.

Yo tuve mis sueños y mi infancia hace muchos años. Fui al colegio varias semanas y una profesora me enseñó algunas letras. Pero los huérfanos aprendemos a vivir mirando a nuestro alrededor cómo se vive en familia, no nos lo enseñan directamente. Hay personas que nos regalan un abrigo, nos compran un helado, y nos peinan aprisa. Vives en casa de tus tías y te pasas las mañanas haciendo recados y dando patadas a las latas de la basura.

Cuando eres un niño jugar te ayuda a relacionarte, a olvidar, a pasar el rato. Toda la calle es tuya. Recorres la ciudad y haces favores a éste y aquel. Tú no vas al colegio como los niños a los que lleva su madre. Mejor para ti. Todo el tiempo del mundo es tu tiempo. Solamente la lluvia te hace escapar de la acera.

No se sabe cómo, te vas haciendo mayor y miras con ansia los restaurantes, los supermercados, las tiendas de ropa. Encuentras pandillas, hombres solos, mujeres…Algunos te hablan de prosperar, de cobrar, de conocer otros mundos. Te cuentan de España como de un lugar donde se puede trabajar y cambiar de destino. Tú necesitas dinero y sabes hacer de todo para sobrevivir. Lo meditas. Hay mil cosas buenas y malas que precisas. No aciertas a distinguir qué es lo mejor ni lo menos correcto. Sólo sabes lo que está permitido y castigado. Te decides a viajar a este país.

Las ciudades de España son tan difíciles de recorrer como las de tu tierra y nadie te regala nada. Hubo épocas, sin embargo, en que trabajabas en la construcción, en las carreteras, en cualquier almacén de un polígono industrial. Te daban propinas en este sitio y en el otro. Podías comer y tener una cama caliente al final de la jornada.

Hace tiempo yo trabajaba y alternaba con los compañeros. Cenábamos una botella de vino y varias cervezas. Éramos jóvenes y apostábamos por quién aguantaba más bebiendo sin caer al suelo. Después los meses se enredaron en una maraña de trabajo, paro y alcohol, que me llevaron a la desidia y a la miseria. Apenas quería levantarme ningún día.

Todos los países son malos para los pobres. Los demás, los que ganan dinero, te engañan, si pueden, te prueban, te juzgan. Nunca te cuentan la verdad. Apenas puedes fiarte de nadie y tú quisieras, tal vez, poder hacerlo, pero los amigos van y vienen. Por muy listo que seas, ellos también lo son, y tú estás solo. Estás muy solo cuando vas a urgencias porque te has roto el brazo y, cuando te dan el alta, no tienes a nadie que te abra la puerta ni pase contigo las horas cuidándote o ayudando a recuperarte. Estás sólo también cuando llega el domingo o cuando te quedan dos céntimos en el bolsillo.

Cierto día pidiendo a la puerta de una iglesia, una mujer me habló de este lugar y yo no quise venir. Me gusta la libertad, el aire, los tesoros de la basura, y no las normas ni los horarios. Pero en mi esquina de cartones el frío de la mañana me despierta siempre. Me cala los huesos y muchas veces también los pulmones.

Por la tarde me armé de valor y probé a venir al comedor, donde recalan tantos colegas. Unos y otros nos salvamos de la soledad y huimos a la vez de la miseria cuando comemos dos platos y un postre. En esta fila nos contamos las penas, las oportunidades, los cotilleos.

Vengo a esta cola también para  hablar, para ver a otra gente. Para sentarme en una silla, a una mesa bien servida y comer con servilleta. Para ducharme y vestirme con bonitos pantalones, con cazadoras usadas, de marca. Me gusta observar. En esta fila ayudo a otros, comparto, sueño, invento otro mundo, toco una realidad mejor que mi esquina, más humana y digna.

La ciudad donde vivo es un lago donde todos queremos pescar, y yo no tengo nada en contra de eso. Hace mucho que acepto que hay que compartir. La vida al aire libre en cualquier calle me cansa conforme pasan los años. Es cierto que la intemperie envejece y destroza, mi cara es la prueba, aunque haya momentos en que encuentras un alma que se preocupa por ti. Yo no juzgo a la gente que camina por la acera, ni a los que van en coche o hablan por televisión. Pero tampoco soporto que me juzguen a mí. No sé lo que piensan de nuestra miseria constante. Ignoro por qué se asustan cuando paso a su lado. Será que ellos huelen a rosas de forma natural, será que nacieron inteligentes para ganarse tres turnos de comida al día. Será que tienen suerte.

Me faltan muchas cosas y no sé dónde encontrarlas: un trabajo que dure más de quince días, una cama propia con sábanas y mantas. Un amigo, un hermano. En esta cola donde pasamos las horas  muertas también aprendes. Te preguntas y no tienes demasiadas respuestas. Tú sólo sabes ir y venir, pedir, soportar, dar la vuelta a la norma, esperar, aburrirte, soñar con la primavera tras un invierno helador.

Somos muchos y no hay tanto para repartir. También quisiera olvidar esta cola, montar en mi coche y entrar en mi casa. No dar explicaciones, saber qué ocurrirá mañana, tener la seguridad que poseen los que pasan de largo, la certeza que demuestran, la verdad que les rodea. Quisiera saber por qué no reparten la felicidad.

A veces la gente discute por nuestra causa. Ocurre en los bares, en la puerta de las iglesias, en los bancos del parque. Les molesta que entremos, que pidamos, que existamos. Nos cuentan historias sobre la caridad, sobre la justicia, sobre la crisis y la responsabilidad. Te dan la charla y se guardan la moneda, cuando sería tan sencillo preguntarnos, hablarnos, o simplemente pasar un día como lo pasamos nosotros: extendiendo la mano, esperando en la fila que llegue el momento en que abran el comedor, soñando con que llegue la hora de sentarnos a la mesa.

No sé por qué siento que, aunque lo parece, no soy menos que nadie, y que resisto la escasez mejor que muchos. Me duelen los desplantes aunque juego a que no me importen en absoluto. Me indignan las burlas. Me conmueve la solidaridad.

No creas que somos buena gente los que hacemos la fila. Somos tan malos o tan buenos como todo el mundo. No puedes descuidarte, pero a veces te sorprende la persona que te deja pasar, que te da un consejo, que te ofrece su chabola, que te indica dónde te pagan por descargar material pesado o fruta. Las mujeres se apañan casi mejor que los hombres sorteando la pobreza. La suerte  depende más de la inteligencia, de la disciplina, que de tu altura, tu inteligencia o tu nacionalidad.

Me gusta ser leal con las personas que me ayudan. Le sienta bien a mi cabeza y me deja dormir. Yo tengo buena salud pero no todo  el mundo resiste tanto. Conozco bien la realidad: hay enfermos penando y muriendo en la calle. Hay gente que tarda en enterarse de que todo el mundo tiene derecho a comer.

Cuanto más me relaciono, más puertas se abren para mí. Yo creo que la vida es una oportunidad enorme para conocer gente y experiencias, pero la escasez te vuelve olvidadizo, torpe, cobarde, sumiso. Cuando estás en la calle también tienes opinión, sentimientos y anhelos. Supongo que los que viven en su casa tienen todo esto que yo deseo para mí: un sueño, una seguridad, una despensa, la palabra de otro amigo para animarme a vivir.

La cola avanza y la gente se anima. Hoy tendremos puré para comer. Y luego huevos fritos.  No hay nada mejor en este mundo que un plato de comida. Acaso un hogar donde te espere tu madre. Quizá una buena fogata una noche de invierno. Tal vez un salario de final de mes. Me siento otra persona con el estómago lleno, predispuesto a cambiar mi suerte, a afrontar circunstancias, a empezar  mañana a remontar, partiendo  de cero.

Teresa Álvarez Olías