Memorias del polvo

Su madre se puso enferma un año después de la gran explosión y Mario se quedó solo. En el fondo lo esperaba aunque no quisiera pensarlo porque su padre y su hermana también habían contraído aquella extraña enfermedad meses antes. Delirantes y ahogados en una tos ronca, en sus ojos brillaban destellos lunáticos cuando se los llevaron. Fue al principio y todo el mundo estaba asustado y nervioso. La gente tenía miedo de los enfermos y los llamaba despectivamente “cenizas” por el pálido color de su piel. Tanto él como su madre cuidaron de los dos enfermos clandestinamente hasta que un día la policía se presentó en su casa y se los llevó. Mario pensó que eran policías porque nunca había visto uno, o no lo recordaba por lo menos. Llevaban armas, eso seguro, y también un casco que les cubría toda la cabeza y les tapaba el rostro. Nadie discutía con ellos y apenas hablaban, pero allá donde fuesen se hacía el silencio, como si lo llevasen consigo.

Cada cierto tiempo volvían y se llevaban a todos los “cenizas”. La gente entonces volvía a llorar y a gritar y Mario se encerraba en casa, aterrorizado. Él también lloró cuando se llevaron a su padre y a su hermana. Uno de los policías le dijo a través de su casconque se los llevaban para curarlos en un hospital muy grande que había en la ciudad y eso lo consoló un poco. Desde entonces, todas las noches enviaba un telemensaje a su padre desde la pantalla del salón, y aunque nunca respondía, su madre solía decirle que era porque seguramente le estaban dando medicinas. Pero desde que se puso enferma había dejado de decírselo.

Para poder cuidar de su ella, Mario comenzó a vender flores en las calles. Desde la gran explosión se habían convertido en un objeto muy valioso y escaso, sobre todo porque algunos “hombres de Dios” aseguraban que tenían propiedades mágicas y curativas. Mario podía atestiguar que aquello no era verdad porque lo había probado con su madre, pero mientras la gente pagase él seguiría vendiéndolas y buscándolas. Y no era fácil hacerlo, pues apenas crecían en el polvo que cubría la ciudad como un manto oscuro y fúnebre. A menudo tenía que andar varias horas bajo el sol abrasador para llegar a las ruinas donde solían crecer.

Era un lugar raro, como el esqueleto de una ciudad. Antes de la gran explosión había gente allí, pero ya no. En su lugar sólo quedaba el mastodóntico cadáver de un pasado engullido por la tragedia y el olvido, y sobre él brotaban flores de todos los colores, especialmente en las azoteas de los edificios donde el aire estaba más limpio. Rara vez vio a alguien más allí, ni siquiera fantasmas, como murmuraban sus amigos. En una ocasión se escondió dentro de un contenedor cuando vio un grupo de hombres malhumorados y armados con pistolas y escopetas. No parecían policías. Desde entonces procuró reducir la frecuencia de sus incursiones, aunque tarde o temprano acababa regresando azuzado por la necesidad. Tenían que ahorrar, decía su madre, para escapar de aquel lugar venenoso. Aquel propósito nunca llegó a cumplirse.

Una tarde, después de pasar varias horas en busca de flores del desierto, Mario se encontró con la puerta de su casa abierta de par en par.. Dentro, todo había sido destrozado con evidente perversión y no había rastro de su madre. Se la habían llevado y él no había estado allí para decirle adiós.

Aquella vez no lloró en la soledad de su hogar destrozado. Permaneció tranquilo, dejando que los tentáculos de la realidad cercasen lentamente su ser. Caminó despacio hasta el salón sin un lamento, sin un parpadeo. Fuera, el viento había comenzado a agitarse, removiendo entre aullidos aquel maldito polvo muerto y negro. Se sentó por fin ante la telepantalla y allí se despidió de sus padres. “Está contigo ahora”, pronunció con un tono neutro y tembloroso antes de que el cristal se oscureciese de nuevo. Sus palabras parecieron quedar flotando en la habitación durante unos instantes de falsa esperanza y fingida duda. Pero sabía que no habría respuesta. Sintió un dolor abrasador abriéndose paso hacia su garganta y quiso gritar, pero en su lugar estalló en un violento ataque de tos.

 

Fuente Imagen: El mundo

Roberto García