La chica de ojos grandes

Lo reconozco, no te hablé por pura cobardía. Era de noche, bien entrada la madrugada y todos nos sentíamos extraños en aquel silencio incómodo. En la lejanía aún se escuchaba el jolgorio frenético de la ciudad. La música, las risas, las voces descalibradas de borrachines creyéndose niños. En aquella fría parada de bus asistíamos al espectáculo desde la barrera, errantes y cansados. A mi izquierda, sentado en el suelo un chico miraba a un punto indefinido del infinito mientras se entregaba a la música de sus cascos. A mi derecha, un hombre mayor entablaba una conversación incómoda con dos estudiantes. Yo, de pie al abrigo de la parada veía con indiferencia como la lluvia caía.

Apareciste entonces atravesando la cortina de agua, con el pelo empapado y esos ojos grandes y tristes, moviéndote con la altivez de quien está roto y no lo demuestra. Nadie se fijó en ti, nadie dijo nada. No duraste mucho resguardada. Al poco tiempo de que llegases tu teléfono vibró y saliste de nuevo bajo el aguacero con el rostro crispado. Desde la distancia vi como gesticulabas con violencia mientras hablabas, agitando los brazos, llevando hacia atrás la cabeza, mirando al cielo tormentoso indignada e interrogante. Volviste y lo hiciste más empapada, más triste y más altiva para zambullirte en nuestro silencio.

El autobús llegó al poco tiempo y sin una palabra todos subimos y nos desperdigamos por sus asientos, esquivándonos los unos a los otros. Pero tú fuiste a sentarte un par de filas delante de mí y cundo lo hiciste me miraste. Y todo lo que se revolvía en tus pensamientos atravesó tus ojos, luego los míos y luego a mí. Te sentaste sola apoyando la cabeza contra el cristal, como si buscases algo por la ventana. Quizás buscases algo.

El autobús arrancó. Y por un momento pensé que olvidaría rápidamente todo lo que había visto tras aquellas pupilas sombrias. Pero entonces sobre el rugido monótono del motor lloraste sin miedo a ser escuchada. Llorabas indiferente de lo que te rodeaba y con voz entrecortada repetías una y otra vez un nombre que se perdía entre temblorosos sollozos. Siempre apoyada contra el cristal, acurrucada junto a la ventana oscura.

Miré a mi alrededor y caí en la cuenta de que nadie te escuchaba. Te consumías en tu soledad, rodeada de extraños y a los que no le importabas. Sentí como un dolor antiguo y olvidado brotaba desde lo más profundo de mí cuando me di cuenta de cuan pequeño era tu mundo. Cuan pequeño era el mío.

Permanecí así, cobarde, con miedo a acercarme. Como si fueses a romperte en mil pedazos al más mínimo contacto, incapaz de apartar la mirada de tu temblorosa figura de cristal agrietado. Pasaron los minutos y el autobús frenó y abrió sus puertas. Me incorporé de mi asiento para marcharme, pero me giré una vez más al sentir tus ojos grandes clavarse en mi nuca.

Ninguno habló. Y tras una eternidad me volví hacia la puerta abierta para sumergirme en el violento temporal nocturno. El arrepentimiento se cerró sobre mí mientras escuchaba al motor alejarse. Aquella noche caminé de vuelta a casa algo más despacio de lo habitual. Quería sentir como la lluvia arrastraba consigo el recuerdo de aquellos ojos grandes y entremezclaba su agua gélida con la sal de mis lágrimas.

Fuente Imagen: La esquina de Lillith

Autor: Roberto García