Loquesí y loquenó #15

Lo que me hizo feliz y lo que no de mi primer festival

Lo que sí

Los viajes en coche. El Riverland empezó por culpa de Mata, que me convenció y además condujo tan bien que esta vez ni pasé miedo cuando adelantaba. En el coche iba Laura, y viajar con ella es como llevar a tu hermana, que en mi caso no sé si sería la pequeña o la mayor. También estaba Anita, y rápido descubrí por qué es la mejor amiga de Mata del Erasmus. Si tuviera que ir al psicólogo, solo iría con ella. En el viaje de vuelta la prota fue Cora, que nos esperó en el pueblo de su pulsera. Es una chica que mola, de las que tiene algo tan guay que no se puede explicar. Para el próximo viaje en Blablacar espero que me pueda llevar. 

Un concierto. Lo que menos me preocupaba del festival eran los conciertos. Porque a la mitad ni los había escuchado y los conocidos me daban pereza. Pero en este me encantaron, sobre todo uno. Mi jefa del periódico me pidió que les abucheara, pero una vena azul Mirasierra se me encendió al ver a Taburete. Además, nos colocamos en una posición improvisada pero estratégica: al lado de las mejores pijas de todo Valladolid, allá donde las pijas son el doble. Nos chivaron al oído cada letra, y así las canciones se disfrutan más. Mis colegas se lo pasaron peor porque tuvieron que pedir perdón cada vez que fueron demasiado altos. Es decir, todo el rato. 

Las fiestas del pueblo. El Riverland lo tiene todo porque hace coincidir el festival con las fiestas del pueblo. Las calles de Arriondas, mis favoritas para ir a desayunar y leer el periódico cada día, estaban ahora llenas de sidra, música de padres (la mejor) y de gente. Y al final lo que más le gusta a la gente es la gente. Entre ellos estaba Pedro, con carita de todo menos de gol en contra y su pelo impoluto; Alejo, Míster Erasmus y el tío en quién más puedes confiar; Ana Fer, con su cariño que te hace sentir en casa, y Mayra, tan encantadora siempre, cómo no te iba a mencionar. 

Los amigos de Maiki. En la última tarde me llevé a Pedro a dar una vuelta; se la debía tras una fuga que no entendió pero ya sabrá que fue obligada. Acabamos en las cabañas de Maiki y su Erasmus, casi que mi lugar favorito de todo el camping. Lo presidía Marcelo, hijo predilecto de Mérida y el tío que más molaba del festival. Nos veremos porque aún me tienes que enseñar a fumar, aunque si amplías tu repertorio de preguntas te tendré todas las noches en el Hormiguero. También me flipó la lista de palabras de Mario; espero que al añadir una más no se te quedara impracticable. Sus amigas también eran geniales. Maiki siempre fue el que mejor eligió. 

Una guitarra y los colegas de Zaragoza. Cuando acabaron los conciertos y salía el sol, se iluminó una guitarra entre el camping. Como en cualquier aparición, un corro de gente se puso a su alrededor. Y acabamos cantando los peces en el río. Allí conocí a Luis y a su grupo de colegas de Zaragoza, una provincia que creí olvidada de glamour, hasta que les vi a ellos. Sara Jessica, Jorge, Raquelita y Luis. Los nombres de una banda de música, aunque intuyo que por la nota que me puso Raquelita no podría cantar yo. 

Javi y Jaime, cada verano. Nos conocimos en un verano y los celebramos como aniversarios: viajando siempre juntos. Esta vez se llevaron a su grupo entero y yo no pude convencer a Marce. Jaime y yo ganamos a la pocha y descubrí a Said y a unos nuevos vecinos. Junto a Imanol, Urrea y Abel, gracias a ellos me terminé de creer que Carabanchel mola. Said es un tipo tan auténtico que resistió a un concierto con 40 de fiebre, aunque se tuvo que tomar alguna pastilla. Le diré a Jaime que te traiga siempre, para que me hables de Yoli y las listas de objetivos. 

Lo que no

La lucha y las duchas. Un camping es una lucha contra la naturaleza. Desde montar la tienda de campaña hasta acostarte con sudadera y levantarte con ola de calor. Una mezcla de sensaciones que creó un microclima por cada rincón del campamento. Las duchas son una quimera. En las del festival había que esperar más cola que un viernes de marzo en la Nuit, para que saliese un chorro tan fino que pareció agua bendita. La gente fue a ducharse al río, pero cuando fui yo, siempre a deshora, un helicóptero y varios vigilantes de seguridad nos apartaron. No insistí. Era un milagro que quedase gente guapa por allí.