Senderos

Íñigo Echenique

El espejo le devolvía surcos. Miles y miles de surcos. Unos se cruzaban una y otra vez, entrelazándose. Otros caminaban libres, infinitos. Las marcas de la vejez incrustadas en el rostro. Eternas. Ninguna crema, ningún tratamiento podía ya revertirlas o hacerlas desaparecer. Era una anciana, y el espejo se encargaba diariamente de recordárselo.

Le habían repetido, una y otra y otra vez, hasta la saciedad, lo hermoso que era la eterna juventud. La belleza era el rostro joven, el rostro limpio sin arrugas que lo cruzasen. Recordaba bien su rostro veinteañero. Las cremas no eran necesarias por aquel entonces. Los pocos granos que salían a arruinar la fiesta eran fácilmente disimulados con un poco de maquillaje. La belleza solo se encuentra en el rostro joven, eso le habían enseñado.

Ahora observaba su rostro ovalado en el espejo y el reflejo que este le devolvía le desconcertaba. Era una anciana, sí. Su piel estaba surcada por miles de caminos y calzadas, sí. Su imagen distaba kilómetros de parecerse al rostro terso y liso de su juventud, sí. Pero, era igualmente bello.

Su rostro anciano le desconcertaba. ¿Cómo era posible que encontrara un rostro arrugado tan bello, tan majestuoso? Le habían inculcado que la belleza era otra cosa, muy alejada de la imagen que tenía ante si.

Su rostro anciano le desconcertaba. Había tardado en descubrir la belleza que ahora se desvelaba ante ella. No podía negarlo. Había tardado años. Miles y miles de cremas y potingues pasaron por su cara antes de descubrir esa extraña belleza.

Su rostro anciano le desconcertaba. Ciertamente le desconcertaba. Pero, al mismo tiempo, se le revelaba sublime, puro, bello. Aquellos senderos que cruzaban sus mejillas, su frente, eran, cada uno de ellos, una sonrisa, una mueca, una experiencia, una emoción, un sentimiento. Aquellos senderos eran el cuadro de su vida, la muestra de todas las vivencias experimentadas.

¡Como no iba a ser bello ese rostro arrugado! No solamente era bello, era más que eso. Era hermoso, en la más pura concepción del término. Cada sendero le recordaba que había vivido, que había sentido. No había que borrar esos senderos, no había que esconderlos. Había que lucirlos, orgullosamente, dignamente. ¡Que bellos eran esos senderos! Lástima que no se hubiera dado cuenta antes para haber podido apreciarlos más.