El perro de mi tío Fernando

Mi tío Fernando murió igual que vivió: con escandalosa extravagancia. Aunque yo era muy niño en aquel entonces recuerdo como mis padres se referían al caso como un “exceso de felicidad” y fantaseaba con las muchas posibilidades que abarcaba esta expresión, en parte alentado por el aura de misterio que envolvía a mi tío. Apenas había visto dos o tres veces a aquel hombrecillo de colores que forzaba siempre un refinado acento extranjero y me regalaba caramelos exóticos y pegajosos cuando a la puerta de casa llamó un amable mensajero para invitarnos a su funeral.

En primera instancia mi padre se negó a ir por miedo a que “lo relacionaran con semejante payaso”, pero finalmente prevalecieron sus valores cristianos y la familia completa acudió a la ceremonia, engalanados y repeinados. Pensándolo ahora creo que papá cometió el error de creer que la muerte convertiría a su hermano en una persona ordinaria. Aún recuerdo su semblante volviéndose blanco al entrar al local en el que se velaba el cuerpo de mi tío Fernando y descubrir que aquello era más parecido a la fiesta de Halloween de un club gay de caballeros cincuentones.

A pesar de nuestra urgencia por escapar de aquel infierno de música latina caliente y excesivo vello corporal nos vimos retrasados por un repentino desmayo de mi madre. Quizás la gran cantidad de miembros viriles visibles disfrazados como animales o personajes muy queridos del cine tuvo algo que ver. Finalmente y gracias a la ayuda de un bigotudo disfrazado Marilyn Monroe que decía ser médico, mi madre volvió en sí, aunque mi padre no paraba de señalar tímidamente que quizás no era necesario que aquel hombre le realizase el boca a boca tan concienzudamente para conseguirlo.

Fue una tarde extraña aquella. Después de abandonar la fiesta y aún en estado catatónico, acudimos a la notaría. Allí mi padre parecía estar más cómodo, pero su mirada vagaba perdida, como si aún estuviese mirando aquel disfraz de Alf y su terrible nariz bamboleante. Nadie habló. Si acaso varias cejas se arquearon de forma absurda al escuchar la cifra de la herencia. Mi tío sería un loco depravado o cualquier cosa que dijeran mis padres, pero se le daba bien el dinero. Solo había una condición.

El perro de Fernando era un bichejo demencial. Viejo y malhumorado, era un constante revoltijo de nervios y malas intenciones con un pelaje parecido a la pintura desconchada de un coche antiguo y un aliento que mataba las moscas que solían rodear al animal. Pronto se ganó las simpatías de mi familia por su costumbre de mordisquear todos los cables a su alcance o defecar en el pasillo en mitad de la noche con funestas y resbaladizas consecuencias para mi padre y sus paseos nocturnos al baño.

No obstante, era imposible deshacerse de él. Cada mes un veterinario llegaba a casa para verificar su estado de salud y, cuando el perro muriese de viejo, feliz y hediondo, cobraríamos la cuantiosa herencia de mi tío. Pasaron los años y aquel demonio de cuatro patas no solo no se moría sino que parecía envejecer con más gracia que cualquiera de nosotros. Al final incluso nos hicimos amigos, niño y perro, perro y niño. Yo le dejaba morder los cables de mi habitación y a cambio él no me contagiaba la rabia. Yo lo paseaba por el vecindario aunque el chucho fuese tan feo que en vez de ayudarme con las chicas las espantaba y él me lo agradecía con besos apestosos.

Wilde,que así se llamaba, estiró la pata el día menos pensado. En mitad de uno denuestros paseos se echó a dormir (solía hacerlo), pero esta vez con unadeterminación extraña, como si hubiese recordado repentinamente que tenía unacita con el sueño. No se despertó. Y aquel día nos hicimos ricos, pero nosentristecimos como ni siquiera el tío Fernando podía haber planeado. Después deenterrarlo en el jardín, mi padre se inclinó sobre la tierra removida y ledeseó suerte “cagando en los pasillos del cielo”.

Autor: Roberto García

Fuente Imagen: Tele 13