La rendición de Leo

Todas las noches me acuesto soñando con ser Messi. Y me levanto diestro, con los muslos más finos que Di María. Para mi esperanza, me han salido pelos en la cara, pero no son rojos.

Messi cruzó el océano y perdió de nuevo, en la crueldad del tiempo que sigue a los noventa minutos. Vencieron los chilenos, que no pararon de correr ni para protestar, porque corren chillando. Los de rojo demostraron ser más equipo que Argentina, aunque la albiceleste gozó de las mejores ocasiones, con un Higuaín que siempre aparece, para fallar y levantarse, y volver a fallar.

Argentina sucumbió a la dinámica, hechizada por la derrota, cuando se vio con un hombre más y prefirió igualarlo, con la estúpida expulsión de Marcos Rojo. El temor a la desdicha se instaló como humo negro en sus cuerpos y el destino les preparó la mayor de las condenas: caer en penaltis. El cielo se olvidó de Leo, que condujo la pelota solo y sin miedo durante todo el partido, como un Atila con acento; corrió más rápido que Vidal y Aránguiz y pareció jugar a otra cosa, cuando veintiún hombres tatuados con voces agudas peleaban con el árbitro, y él, ajeno al ruido, miraba al balón y relamía su barba.

Messi, el jugador con mejor golpeo del mundo, erró el tiro más fácil. Todas las noches se acuesta soñando con ser campeón en Argentina. Y se levanta creyendo que jamás cumplirá su deseo. Leo lleva consigo la nobleza del mejor campeón y como dice Valdano, solo quiere ganar para que los argentinos le perdonen. Siente a su pueblo y no aguanta su decepción, llora, todos lloran, porque Messi se va, de tanto dolor.