Era julio y estábamos en Gijón. Yo llegué malísimo por el maldito aire acondicionado de un bus Gandía-Madrid, pero ella me curó. Bajamos a la parada de ALSA, natural de Asturias, con una maleta roja y otra negra, llenas de palas, un ajedrez y sin la PlayStation. Pregunté por el Molinón y buscamos nuestro hotel, caminando por el paseo de la playa de San Lorenzo. Dormimos y salimos a cenar a un sitio cercano, recomendado por nuestra recepcionista, que no pareció mentir. Era un restaurante de ciclistas, con manteles a cuadros y Teledeporte en directo. Con barra y mesas, clientes experimentados y dos jóvenes novatos. Nos sentamos y vino un camarero a visitarnos, de esos que lo tienen todo controlado, bromas, sugerencias, guiños, muecas, giros. Voz rocosa, campechano, asturiano. Nos clavó un cachopo de bienvenida, escanció sidra sin tregua y huyó con su merecida cuenta. Después nos despedimos, levantando cejas y manos.

Volvimos al hotel y de madrugada bajamos a un bar contiguo a la recepción. No cerraba en toda la noche, pedimos un kas limón y vimos quién estaba. En la esquina de la barra, bebiendo whisky solo, con la mirada enterrada. Era nuestro camarero del restaurante y aquellos sus ojos, tan húmedos como la lágrima. No nos reconoció. El barman contó que venía todas las madrugadas y que siempre lamentaba en voz baja, roto. Le preguntaron si le pasaba algo y él respondía: “Tranquilos, lo tengo controlado”.