La vecina del cuarto

Hoy he ido a casa de mi abuelo. La casa de mi abuelo huele a libros nada más entrar, y a pintura. Es una casa bonita llena de cuadros radiantes por llevar su firma.

Voy poco a esa casa, pero siempre que lo hago me guía a través de sus estancias mostrándome su biblioteca personal, cada vez más ampliada. Le gusta mucho presumir de sus libros y de sus interminables estanterías, cuidadas con mimo y ordenadas por autores.

La visita siempre finaliza en la cocina. Mi abuelo me invita a sentarme en la única silla que hay, en su silla. Es la silla donde desayuna, come y cena.

Como ya sabía que iba a venir a su casa saca de la nevera un paquete de natillas de chocolate, compradas expresamente para mí, y mientras abro una de ellas me empieza a contar una historia.

La protagonista de su historia es su octogenaria vecina de arriba, una mujer que apenas salía de casa hasta que el pasado 31 de julio (mi abuelo para acordarse de fechas es un prodigio) se la encontró en el ascensor. Ella le pidió el favor de llamar con su teléfono a su hijo, ya que según decía no respondía sus llamadas y pensaba que era culpa de su móvil. Las 5 veces que llamaron no obtuvieron respuesta al otro lado. Con voz pastosa y ausente le comentó que iba a casa de su hijo para visitarle. Mi abuelo se ofreció a acompañarla; y no es que él sea un hombre que vaya por ahí acompañando a la gente casi desconocida a los sitios, es que había algo en aquella mujer que no le permitía dejarla sola.

Juntos cogieron el autobús rumbo a la calle donde la anciana recordaba que vivía su hijo, y allí mismo se bajaron. Inmediatamente nuestra protagonista señaló un edificio blanco y le dijo a mi abuelo que allí era donde vivía su hijo. Mi abuelo no se conformó con aquello e insistió en acompañarla hasta la puerta, ya que ese edificio no estaba situado en la calle que la mujer había nombrado anteriormente. El 2A fue el telefonillo al que llamaron. Ahí  no vivía nadie que respondiera al nombre de su hijo. Lo volvieron a intentar. Misma respuesta. Lejos de darse por vencida, la mujer insistía en que ese era el edificio. Efectivamente, dio con su hijo, tres pisos más arriba de lo que ella pensaba.

Mi abuelo se despidió y liberó por fin a su conciencia, tranquilo al ver a su vecina satisfecha.

Dos semanas más tarde, la vecina de arriba de mi abuelo, la anciana del 4A, se tiró por la ventana desde una silla igual a la que yo estaba sentaba mientras me acababa las natillas.

Tras encontrar a su hijo, la mujer se dio por vencida.


Fotografía: 2011 in London, por Falashad, bajo licencia CC en Flickr