A vueltas con el género

Iniciamos esta andadura con un trabajo de la profesora Milagros Sánchez Arnosi que plantea las disonancias entre invisibilidad de la mujer y lenguaje inclusivo. En los últimos 50 años asistimos a un cambio sin precedentes en favor de la justa dignificación de la mujer y de su relevancia social. El lenguaje se ha convertido en un instrumento político reivindicativo, aunque en ocasiones ello suponga forzar y atropellar el correcto y adecuado uso del mismo.


Por Milagros Sanchez Arnosi, Catedrática de Lengua castellana y Literatura española del IES Gregorio Marañón.

Lo que va de ayer a hoy.
(Luis de Góngora)

A pesar de que la situación en cuestión de derechos para las mujeres haya mejorado, un análisis de los logros obtenidos refleja una aguda, hiriente e incomprensible discriminación y omisión de sus hallazgos y descubrimientos. Parece increíble que la sociedad haya olvidado que en 1791, durante la Revolución Francesa, Olympe de Gouges hizo pública la Declaración de los Derechos de la mujer y de la ciudadana como réplica a la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano de 1789. Científicas, historiadoras, pensadoras, deportistas, escritoras… siguen silenciadas e, incluso, cuando se habla de sus éxitos hay en el comentario un tufo de inferioridad respecto al varón. Esta consideración viene, nada más y nada menos, que de la creación de Eva hecha a imagen y semejanza de una costilla de Adán lo que propagó la creencia, todavía mantenida, de que la mujer es un ser inferior porque depende del hombre ya que le debe la existencia, además de ser la causante de la expulsión del Paraíso y por ello la única responsable de la maldad en el mundo, así como de la caída de los humanos.

Recordemos, solo por citar algunos ejemplos, muy brevemente que Aristóteles justificaba esta inferioridad  amparándose en la afirmación de que las mujeres no tienen alma, son solo cuerpo a diferencia del hombre, un ser perfecto. Para Ovidio, la mujer hominis confusum est; Juvenal nos consideraba parlanchinas, falsas, con un apetito sexual desmedido y un largo etcétera. Infinitas afirmaciones no dejan dudas al respecto sobre todo si consultamos el refranero, fuente inagotable de estereotipos de la maldad de las féminas, de su imperfección y de su obligado vasallaje al varón: por las mujeres se han perdido muchos; el vino y las mujeres llevan al libertinaje; mujer que no tiene encantos, se queda para vestir santos; a la mujer casada y casta con el marido le basta; si quieres que tu mujer te quiera, ten dinero en la cartera y otras lindezas parecidas. Schopenhauer, el filósofo alemán, acuñó la genialidad de que “El aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los grandes trabajos de la inteligencia, ni a los grandes trabajos materiales”.

No podemos olvidar casos más recientes y escandalosos como cuando la escritora Pardo Bazán fue propuesta para ingresar en la Real Academia. Su candidatura fue rechazada tres veces por Clarín, Zorrilla y Valera permitiéndose este último afirmar que se le denegó “porque su trasero no hubiera cabido en un sillón de la RAE” y no contento con eso añadió que “la Academia se convertiría en un aquelarre si abría sus puertas a las mujeres”. O las declaraciones del excelente médico gallego Rorberto Nóvoa en uno de los libros más machistas de la historia La indigencia espiritual del sexo femenino (Las pruebas anatómicas, fisiológicas y psicológicas de la pobreza mental de la mujer. Su explicación biológica, publicado en 1908. Médico que por increíble que parezca militó en el anarquismo, denunció el caciquismo gallego, además de ser un adelantado en el tratamiento de la diabetes, pero misógino empedernido y convencido, que rechazó el derecho de las mujeres a votar porque “La mujer es histerismo y por ello voluble”. Las sin sombrero han sido ignoradas en los manuales de Lengua y Literatura de bachillerato hasta hace unos años, muchas oscurecidas por sus maridos como María Teresa León de la que se decía que era la mujer de Alberti. Zenobia Camprubí, grandísima traductora de Tagore, pasó a ser conocida como la esposa, la enfermera, la secretaria de Juan Ramón Jiménez. De María Moliner, la gran lexicógrafa, se decía que zurcía los calcetines al marido y que tenía cinco hijos, pero nada de su ingente, inmenso y monumental trabajo. Las mujeres de los creadores y componentes de la Bauhaus permanecieron relegadas e ignoradas, ocultas tras el apellido de sus maridos. Esta escuela arquitectónica no llevo a cabo la igualdad que prometían y así Gropius afirmó:”Es necesario una estricta selección, sobre todo en cuanto al número demasiado elevado del sexo femenino”. El reconocimiento de Lucia Moholy, Marianne Brandnt llegó tarde a pesar de que sorprendieron y apabullaron con sus ideas como Anni Albers con su diseño de un tejido insonoro, reflectante y lavable, concebido especialmente para auditorios. Mujeres que no tiraron la toalla a pesar de las dificultades que los hombres las imponían e, incluso, de apropiaciones indebidas, como parece ser que fue el caso de la silla Barcelona de Mies Van der Rohe, que algunos atribuyen a su pareja, Lilly Reich o el caso de otros objetos diseñados por mujeres y que se exhibieron con el nombre colectivo de Bahaus y no con el que merecían. Los descubrimientos sobre el ADN de la biofísica Rosalind Franklin se los apropiaron los científicos James Watson y Francis Crick llevándose estos el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1962, o la escultora Camille Claudel que fue ensombrecida por su maestro y amante Rodin. La lista sería interminable.

Recientemente un periodista decía al tenista Murray que era la primera persona en haber obtenido dos medallas de oro olímpicas a lo que respondió que Venus y Serena Williams habían ganado cuatro cada una (¡bien por Murray y su reconocimiento al tenis femenino!) lo que demuestra que todavía estamos muy lejos de la pretendida igualdad y que continua existiendo no solo una cobertura diferente, en el caso que comentamos, para el deporte masculino y femenino, dándose el hecho de que en España las mujeres protagonizan solo un nueve por ciento de la noticias deportivas, sino, también, en la diferencia abismal de salarios. Muy pocos son los ejemplos en los que deportistas de elite (sin acento y llana, elección personal porque de esta manera la palabra está más apegada a la pronunciación francesa de donde proviene, sin que sea incorrecta la forma esdrújula que adoptó el acento tal y como lo lleva el término en francés “élite”, admitida en el diccionario de la RAE) no muestran repararos, como el mencionado Murray, en elegir una entrenadora, la francesa Amélie Mauresmo, que lo convirtió en el primer tenista preparado por una mujer, aunque antes ya lo había sido su madre. La final de la copa de rugby masculino fue arbitrada por la granadina Alhambra Nievas considerada la mejor árbitro del mundo, un caso excepcional para una mayoría. Todavía muchos sostienen que las chicas no valen para ciencias y, aún,  causa estupor cuando una mujer es elegida para un puesto de poder. Más datos: solo el tres por ciento de los Premios Nobel han recaído en alguna mujer, solo una ha tripulado una nave, la que ha viajado a Marte y solo una, hace unas semanas, ha sido reconocida como la mejor sumiller.

Parece que, por fin, las mujeres ya pueden acceder a profesiones y a actividades reservadas hasta hace muy poco a los hombres, pero la realidad nos advierte de que esto no es así y de que, por eso, no hay una correspondencia lingüística.

Nunca como ahora el lenguaje ha estado sujeto a tanta controversia, discusión y acusación de sexismo, sobre todo, en el rechazo, por parte de un sector de la población, al uso del masculino genérico y corro el riesgo de ser tildada de machista por apoyar y justificar su utilización porque estoy convencida de que hay que defender un uso correcto y no político de la lengua, además de que es una falsa presunción creer que por usar términos desdoblados, los/las, se favorezca la igualdad. Sorprende la banalidad y facilidad con que los detractores del genérico apuntan disparatadas soluciones que, en la mayoría de los casos, tienen que ver con el dislate, la incongruencia, el despropósito y la excentricidad como veremos más adelante. Antes unas someras aclaraciones.

El lenguaje es un ecosistema y si lo alteramos repercutirá en todo el equilibrio general como muy acertadamente ha expuesto el ex director de la RAE Darío Villanueva. Por otro lado, el lenguaje es la manera que tienen las diferentes especies  de comunicarse ya sea a base de sonidos, gestos, contactos o formas gráficas. El idioma lo hacen quienes lo hablan, después la Academia lo analiza y si el uso de un término es amplio pasa al diccionario. Este debe recoger todas las acepciones entre las que se incluyen las relacionadas con el sexismo social, es decir, refleja hechos de habla documentados y el diccionario que no registra lo que utilizan los hablantes no será tal. Cuando el uso cambia, la RAE puede añadir algún comentario como señalar que tal acepción es despectiva, como se ha hecho con la expresión “sexo débil”. Hace 50 años no era necesario porque no existía la concienciación que hay ahora. Sí hay que decir que las nuevas acepciones llegan al diccionario con retraso y muy lentamente, pero lo que hay que tener claro es que los diccionarios registran lo que los verdaderos dueños de la lengua, que son los hablantes, dicen, lo que es más usual. Así si el término “autista” aparece en el diccionario en el sentido figurado para referirse a alguien encerrado en sí mismo es porque se usa y no hay insensibilidad cuando la RAE no atiende la petición de las asociaciones de familiares que tienen hijos con autismo de retirarla del diccionario.

Parece, después de lo dicho anteriormente, que estamos muy lejos de la pretendida igualdad y si seguimos así la brecha se ampliará por la confusión que se está generando en torno a nimiedades, quedándonos en superficialidades como las siguientes: parece que porque los hombres cambien pañales, pongan la lavadora o vayan a la compra es una hazaña y objeto de comentario halagador, cuando esto son migajas y trivialidades. La clave está en las relaciones de poder y en modificar lo existente desde la familia y la educación que son quienes pueden cambiar la realidad, haciendo desaparecer el sexismo. Arrastramos, como hemos dejado expuesto, siglos de hegemonía varonil, un pasado que pesa mucho y que es lo que ha llevado y lleva  a las personas a comportarse, a actuar y, sobre todo, a hablar de una determinada manera. Esa supremacía se refleja en el lenguaje, de ahí que irónicamente Miguel Lorente médico forense y ex secretario de estado por la violencia de género haya titulado su libro Tú haz la comida, que yo cuelgo los cuadros. Se nos adjudican distintos roles que tienen su traducción o reflejo en el lenguaje, cuando eso se altera y cambia, la lengua debe acusarlo y hacerse eco.

Hay que tener en cuenta, para que no se le echen todas las culpas a la institución, que la RAE se fundó como un organismo que “reglamentaba el correcto uso del castellano”. Es decir, se dedica a preservar el buen uso y unidad de una lengua en evolución. Nace con vocación de utilidad colectiva. Actualmente sigue velando “para que los cambios que experimente la lengua española /…/ no quiebren la esencial unidad que mantiene en todo el ámbito hispánico”. Y hemos llegado a una de las cuestiones cruciales que nos ocupa: uso o no del lenguaje inclusivo. Totalmente en contra como la mayoría de los filólogos en los que están incluidas, también, mujeres, así como por las académicas, ninguna de las cuales lo defiende pues todas suscribieron el esclarecedor y contundente informe de Ignacio Bosque sobre el tema.

Nunca me he sentido excluida cuando se me ha convocado a un claustro de profesores, ni mis alumnos cuando digo: que levanten la mano los estudiantes que sepan la respuesta, quizá porque sabemos el significado real que tiene ese genérico. Es, creo, aceptado por todos que la lengua es un sistema complejo, de ahí que haya que ser muy conscientes de sus entresijos y no banalizarla. Parece ser que el lenguaje inclusivo lo que persigue es hacer presente la diversidad de géneros cuando hablamos y escribimos, pero hay que tener en cuenta que en español el género masculino es usado como totalizador para referirnos a hombres y mujeres. Así cuando decimos: en caso de incendio que los alumnos salgan al patio es un mensaje que obliga a todos. Por otra parte, no es algo novedoso la petición de usar un lenguaje inclusivo. Se originó en los 70 con el feminismo y el grupo LGBT pero, como se observa, no ha prosperado.

Siempre se ha sabido y tolerado que en español el género es un fenómeno de concordancia, un mero accidente gramatical, una rareza, por tanto, lingüística y que el masculino genérico es realmente inclusivo. No se entiende tanta alharaca y discusión, máxime cuando la mayoría de las filólogas y todas las académicas, gente de autoridad en la materia, no considera que se excluya a la mujer por utilizar el genérico y que estimen, con toda la razón, que determinadas propuestas caen en la creación de una lengua artificial cultivada al entrar en la obsesión de considerar la lengua como un sistema construido por el varón y por ello discriminatorio, sin tener en cuenta que esa misma lengua que se repudia se la denomina “lengua materna” y nadie pone el grito en el cielo. Hay que tener en cuenta que al rechazo del lenguaje inclusivo se ha llegado después de haberlo estudiado detenida, ponderadamente y desde una base científica.

El lenguaje inclusivo pretende imponerse porque se define como no sexista, no machista y quiere terminar con la invisibilización de la mujer. Sus valedores no aceptan que el genérico masculino no sea sexista cuando es una aplicación del género gramatical de las lenguas románicas en las que el masculino actúa como genérico.

Hay que tener claro que el sexismo no es un problema gramatical sino social y cultural. El conflicto no se solucionará mientras no cambiemos nuestra percepción del mundo por mucho lenguaje inclusivo que se defienda. Ignacio Bosque ilustra la situación con un ejemplo: si los organizadores de un congreso convocan a una cena a los participantes acompañados de sus esposas, se está haciendo un uso sexista del lenguaje, lo que no sucedería si se utilizara el masculino genérico y  se convocara a todos los participantes en el congreso pues se incluiría a las mujeres. De lo que se puede concluir que el lenguaje es sexista porque la sociedad lo es. En definitiva, el machismo es una cultura que se traduce en una conducta y para que desaparezca habrá que asumir una desculturización de lo aprendido.

Se evidencia, como hemos apuntado, una enorme confusión entre sexo y género gramatical: así una mesa tiene género, pero no sexo, una silla es femenino pero no hembra. Como las personas no tenemos género y sí sexo la utilizada expresión “violencia de género” es incorrecta ya que la violencia la cometen las personas por lo que se debería decir “violencia doméstica o sexual”, mejor esta segunda. Aunque la denominación más ajustada para que no se quede ningún caso fuera sería la propuesta por la Academia: “Ley integral contra la violencia doméstica o por razón de sexo” en la misma línea, matiza la institución, con lo que establece la Constitución en su artículo 14 al hablar de la no discriminación “por razón de nacimiento, raza, sexo…”

No hay en español un uso de la palabra “género” como sinónimo de “sexo”. Este es un rasgo biológico, mientras que el género es un rasgo inherente a determinadas palabras. El español es una lengua de género, es decir, suele marcar el sustantivo y las palabras que se relacionan con él como los adjetivos, los artículos, los pronombres en terminaciones que indican si se trata de un femenino o un masculino.

Por más que se empeñen algunos, el genérico masculino no invisibiliza a la mujer y se pueden producir usos no deseados que negativicen a aquella en frases en las que el femenino esté perfectamente marcado aunque, para algunos, vaya en contra de la norma, como: “La Presidenta es una mujer muy elegante y atractiva” ¿Es que nos parece bien visibilizar a la mujer de esta manera resaltando aspectos banales y no formativos? Hay que aclarar que “presidenta” para la FUNDÉU es un femenino válido que ha cambiado la-e final por –a como sucede con “asistente” o “dependiente”. Por otro lado, sostiene que lo único que hay que tener en cuenta para usar el vocablo en femenino es que haya mujeres que ejerzan el cargo. Además, es un término registrado académicamente en el Diccionario de 1803. Para otros gramáticos no es correcto porque cuando queremos nombrar a la persona que tiene capacidad de ejercer la acción que expresa el verbo, en este caso “presidir”, se añade  a este la terminación -nte. Así al que preside, se le llama “presidente” y nunca “presidenta”, independientemente del género (masculino o femenino) del que realiza la acción, por lo que en este caso la acepción válida sería: La Presidente.

Alex Grijelmo en un esclarecedor ejemplo pone el dedo en la llaga cuando diferencia entre significante y significado. El significante “casa” nos hace pensar en un edificio. Es verdad que al pronunciar la palabra no se expresan los significantes “puertas”, “ventanas”, sin embargo, vienen a nuestra mente cuando oímos “casa”. Igual sucede con el término “los alumnos del centro”, todos nos representamos a hombres y mujeres y a ello ayuda el contexto que redondeará y completará el significado. Hay que advertir que no hay que confundir ausencia con invisibilidad como sostienen las investigadoras Aguavivas Catalá y Enriqueta García. Alex Grijelmo abunda en la cuestión con otro caso al comentar que cuando decimos que alguien tardó tres días en llegar a un lugar, todos entendemos que la noche forma parte de ese tiempo aunque esté ausente de la frase, que no invisible.

Parecería lógico por esta vía, aunque no sea así, que las sociedades que hablan lenguas inclusivas deberían ser menos machistas o nada, pero se puede comprobar que el magiar, que no tiene género, no es una sociedad más igualitaria que la española, o el farsi que no ha dado lugar a una sociedad menos masculinizada. Pero, además, señala Grijelmo, sucede lo mismo con lenguas que tienen el femenino como genérico que no se corresponden con sociedades ni matriarcales ni equitativas como el zaise, un dialecto de Etiopía. Otro caso es el de las lenguas amerindias que no presentan marca de género y son sociedades patriarcales mientras que al finés, que le sucede lo mismo, presenta una sociedad que sí es más justa en derechos. Parece que no hay una relación entre género, sociedad y discriminación.

Más contradicciones: vemos que no pasa nada por el hecho de que las mujeres tengan “patrimonio” y “patria potestad”, términos de los que se han apropiado con naturalidad, sin virulencia a pesar de su raíz masculina (pater)

Claro que hay opciones sensatas y ocasiones en los que se puede evitar el genérico sin causar problemas. En estos casos no hay que dudar en utilizarlas: la ciudadanía, el claustro docente, la población inmigrante, personas trabajando, la juventud, abogacía, la plantilla… Solo es necesario no olvidar y tener en cuenta las reglas gramaticales, la redacción, soslayar ambigüedades, velar por la economía lingüística, la coherencia, evitar redacciones inaceptables, no usar la @ porque no es una letra ni un signo ortográfico, no se puede integrar en palabras, es imposible su oralización, e impronunciable como femenino… En definitiva, no contravenir la normativa.

Todos tenemos en la cabeza el término de Carmen Romero cuando habló de “las jóvenas”,  el de Bibiana Aido: “las miembras” o el más reciente de Irene Montero:” las portavozas” que el sentido común ha ayudado a que no prosperen, a no ser irónicamente. Comentaremos los dos últimos por lo disparatado y el sinsentido de su uso. Sabemos que, en general, los sustantivos terminados en -o flexionan, pero hay algunos que no, como “miembro”. La flexión de un sustantivo con terminación en -z como “portavoz” no está permitida, pero sí en el caso de “jueza” o “rapaza” y no por capricho, sino porque en el caso que nos ocupa, es un sustantivo compuesto de “portar” más “voz”; además, se da el caso de que “voz” no puede flexionar porque ya es femenino. De esta manera para expresar el masculino de este término diríamos “el portavoz” y en femenino “la portavoz” de una forma no agramatical, correcta y sencilla, sin estridencias verbales completamente extrañas.

Ahora el Gobierno de Aragón ha publicado un manual de lenguaje inclusivo en el que propone sustituir “niño” por “infante” ¿no habrá algún hablante que en su afán de visibilizar utilice “infanta” como femenino cuando este vocablo se refiere, también, en otra de las acepciones de la RAE, lo mismo que el masculino, al título que el rey concede a algún pariente, produciéndose con ello cierta confusión?

En este sentido, hay que comprender y aceptar que en determinadas palabras el género se lo proporciona el determinante que antecede al sustantivo: el gerente/la gerente y no la palabra en sí.

Los desdoblamientos son imposibles de mantener en el discurso porque infringen el principio de economía lingüística. El hablante es perezoso, por eso acortamos términos: insti, lite, mates, profes, porque es normal que las palabras y las oraciones tengan formas sencillas y económicas de pronunciación. Incluso, decimos: Madrí, abogao en una clara erosión consonántica. Los desdoblamientos plantean, por otro lado,  problemas de concordancia. Alex Grijelmo así lo ilustra cuando afirma que algún político expresó lo siguiente: “Compañeros y compañeras lo que defendemos nosotros y nosotras…” algo que produjo asombro por lo raro de su sonoridad ya que el pronombre femenino incluía un masculino que al ser pronunciado debería haberse expresado de la siguiente manera: “nosotros y vosotras”. El caso de Manu Carrasco también es didáctico cuando afirmó en un programa de radio:” Si estamos entre las siete primeras vamos a ser oro”, refiriéndose a la regatista española Marina Alabau.

Carmen Iglesias matiza lo siguiente:” El lenguaje no es ni masculino ni femenino, es un instrumento de comunicación, una forma de relacionarse con el mundo y con la realidad /…/ Para incorporar una voz es necesario que esta se generalice y se extienda, no es el invento de un grupo.”

Violentar el habla en aras de lo políticamente correcto nada tiene que ver con el uso natural del idioma. Hay que transformar la realidad para que este se transforme y no hay que creer que por cambiar un significante  vaya a hacerlo el significado. El uso de un lenguaje inclusivo debería implicar mucho más que un cambio de morfema sea “e” (todes) o “x” (todxs) formas antinaturales de intervenir el discurso para que sea políticamente correcto pero que son variaciones que no pertenecen al ámbito lingüístico. Insistimos, conminar, coaccionar, presionar las estructuras lingüísticas para que sean un reflejo de la realidad no tiene sentido y no se generará un cambio en la lengua. “Todes” u otros cambios  son variantes de laboratorio. Asimismo los desdoblamientos son artificiosos e innecesarios, como acabamos de señalar: ciudadanos/ciudadanas, son farragosos e ineficaces. Igualmente, lo volvemos a recordar, el uso de la @, la “e” o la “x” como supuestas marcas de género inclusivo porque son ajenas a la morfología del español. Hay que evitar el colapso y galimatías en la comprensión de un texto. Hay que reconocer y consentir que cuando decimos “El hombre es mortal” es una sinécdoque de la especie humana y, por tanto, la mujer y todos los que se sientan diferentes quedan incluidos. Lo mismo que cuando declaramos: “en ese vagón hay cien cabezas de ganado” y todos comprendemos que no están solo las cabezas cortadas, sino el animal entero. Por tanto, en esta obsesión por dar mayor presencia a las mujeres se ha generado cierta confusión que no ha tenido en cuenta el funcionamiento de la lengua y la han pervertido.

En español la clasificación de los sustantivos en géneros proviene del latín que deriva del indoeuropeo. Es una categoría gramatical que distingue dos modelos diferentes de flexión nominal, pero sucedió que el género masculino asimiló formalmente todas las terminaciones resultando, además, que el femenino cuenta con una marca exclusiva de género: cuando decimos “chicas” solo se incluye a las mujeres. ¿Esto discrimina al hombre? Pero los problemas crecen y surge la pregunta: ¿qué sucedería con el intergénero que denuncia que el uso de una expresión binaria no permite la visibilidad de las personas que se sitúan fuera del masculino y del femenino? Por otro lado, algunos aceptan que si en un grupo predominan personas del género femenino se emplee ese género gramatical lo que, a su vez, plantea diversos problemas a la vez que se constata que es un uso rechazado por homosexuales, transexuales y bisexuales por considerarlo una agresión por lo que reivindican ser llamados en masculino con lo que muchos plantean la posibilidad de que en algunos momentos el lenguaje inclusivo pudiera ser homófobo.

Actualmente hay una obsesión por cambiar lo que a lo largo de siglos se ha ido estabilizando llegando al absurdo y a la dejadez lingüística. Si las mujeres no se sienten representadas cuando se pronuncian o escriben frases como “Nosotros, los profesores”, se debe a una percepción errónea ya que el masculino es universal y el femenino particular y específico. No hay que dejarse llevar, para rechazarlo, por emociones o sentimientos. El lenguaje debe de ser comunicativamente eficaz y correcto o ¿estaría bien decir gorilas y gorilos? Y perdónenme la estupidez. Esto son exageraciones y desórdenes que incapacitan una fluida comunicación. En definitiva: “Los excesos de la corrección política son un cáncer que está haciendo metástasis en el idioma, en el lenguaje”, como señala Mauricio Montiel.

Léxico y gramática son diferentes: los cambios en el primero se deben impulsar desde la sociedad, pero la gramática es aséptica, tiene reglas de género, de número, de tiempos verbales que no podemos cambiar por la fuerza o capricho, hay que esperar a que evolucione, lo que implica tiempo. Las lenguas cambian pero el armazón y esqueleto de su funcionamiento morfológico y sintáctico no lo ha hecho desde la Edad Media. Pero, también, el lenguaje se adapta a las nuevas necesidades: al comienzo de las bodas homosexuales sorprendía cuando un hombre hablaba de su “marido”, hoy no, porque refleja una realidad.

Ya hemos dicho que los cambios en el diccionario han sido y son muy lentos quizás porque los que suceden en la realidad también lo son. Lo importante es que los hay por lo que debemos congratularnos de que la definición de femenino se haya corregido y no sea algo “endeble, débil”; tampoco masculino se relaciona con lo “varonil y enérgico”; ha desaparecido “gozar” en el sentido de “conocer carnalmente a una mujer”. O por recordar una definición difícil de olvidar, “huérfano”: “dicho de una persona de menor edad a quien se le ha muerto el padre y la madre, o uno de los dos, especialmente el padre”, con lo que se adjudicaba una mayor orfandad a quien pierde al padre. Hoy no es así. En relación con esta lentitud hay que señalar que la primera jueza es de 1966, pero el término llegó al diccionario 26 años después. Ahora se encuentran “capitana”, “terratenienta”, “sacristana”, “nazarena”, “novillera”, “torera” y muchos más, aunque siguen faltando y la RAE sigue manteniendo usos machistas del lenguaje porque aún los emplean sus responsables que son los hablantes. En función del estado civil hay diferencia entre “señora” y “señorita”; “hombre público” es un varón que influye en la vida social, mientras que “mujer pública” es una prostituta; “hombre de la calle” es una persona normal y corriente, pero “mujer de la calle”: prostituta que busca sus clientes en la calle y “coronela” es la mujer del coronel. La RAE acepta “costalera” y se han ido incorporando términos nuevos: “sororidad”, “feminicidio”…

Menos mal que no lo ha hecho con “hembrismo”, término creado por conveniencia política, utilizado sin problemas por muchas mujeres cuando es un vocablo que desacredita al feminismo. Es más trata de reemplazar al término. Tanto “macho” como “hembra” desde el punto de vista biológico representan una designación objetiva y la primera acepción que da la RAE para el primer término es “animal de sexo masculino” y para el segundo:”animal de sexo femenino”. No se encuentra ninguna acepción peyorativa de “hembra”, mientras que sí de “macho” y del uso despectivo de “macho” sí deriva “machismo”: que busca la supremacía masculina y no la igualdad como propugna el feminismo.

También, nos encontramos con problemas a la hora de denominar a los hombres que desempeñan trabajos y actividades pertenecientes al mundo de las mujeres como: ama de casa, niñera, matrona, empleada del hogar… Podemos ver que la lengua permite cierta flexibilidad y adaptabilidad, porque son trabajos que profesan cada vez más hombres y la lengua ha tenido que adecuarse, aclimatarse. Tenemos varias opciones: o bien masculinizamos el femenino pre existente: el niñero, el amo de casa, el matrón… o se cambia solo el determinante: el ama de casa, el niñera, el matrona, posibilidad que encuentra mucho rechazo social porque suena mal, a pesar de lo cual la RAE recoge “matrón,na”, “niñero-ra” y “amo-a de casa”. Se da el caso de que a pesar de que la Academia admite “torero-ra”, la novillera Cristina Sánchez prefiere que la llamen “torero” no sabemos si porque todavía pesa en el término femenino el significado de “liviana” aunque ya no lo señale el Diccionario. Todavía perviven palabras que remiten a conceptos negativos según se refieran a hombres o a mujeres: “eres una nenaza”, “zorra”. Pero los rompecabezas en cuestiones de género no acaban aquí: “modista” incluye una terminación propia como periodista, violinista, telegrafista o taxista a pesar de lo cual la RAE admite un uso anómalo e innecesario en masculino, “modisto” para diferenciar al varón que se dedica a un trabajo antes exclusivo de las mujeres, lo que tiene que ver más con lo sociológico que con lo lingüístico, de ahí que Caprile exija ser llamado “modista”, a pesar de ser hombre, en honor de la coherencia pues no existen ni periodisto, ni taxisto. Los cambios, por tanto, se tienen en cuenta. Por poner un ejemplo extremo, el Diccionario de 1770 definía “adolescencia” como la edad desde catorce hasta veinticinco años y “siesta” era el tiempo después del mediodía en que aprieta más el calor y no el actual sueño después de la comida. La lengua nace, crece, se desarrolla y muere. Podemos comprobar que ya no se utilizan: arreando que es gerundio, nasty de plasty, a la cola pepsicola…y no sucede nada. La lengua tiene que renovarse porque es un organismo vivo.

Vemos, por tanto, que si un término no se usa, desaparece y si se emplea de una determinada forma se registra. Son las personas las que deben cambiar esa utilización, pero mientras sigamos oyendo: Los niños no lloran, hacerse un hombre (en el sentido de que ha madurado), mientras que hacerse una mujer, es que se ha tenido la primera menstruación, solterona, quedarse para vestir santos, se le ha pasado el arroz… todos despreciativos, poco o casi nada se habrá avanzado.

La cuestión puede complicarse mucho más: así ha surgido el debate por el primer lugar: ¿qué diremos primero los niños y las niñas?; ¿los padres y las madres? o al revés. Observemos estas dos frases: Miguel Sánchez fue reconocido con el Premio Planeta y esta otra: El Premio Planeta fue otorgado a Carmen Rodríguez. Pues bien la segunda es sexista porque no se pone en primer lugar el nombre de la mujer, sino al premio.

No hay que olvidarse de los epicenos, para liar más la reflexión. Esos nombres con un único género, con una única concordancia y que curiosamente presentan género gramatical femenino aunque se refieran a hombres y mujeres, a machos y hembras: víctima, ballena, criatura, eminencia, buitre, jirafa… Por otro lado, tenemos que las palabras terminadas en –o suelen ser masculinas, pero decimos “la contralto”, “la canguro”, “la modelo”, “la mano”, mientras que las acabadas en –a suelen ser femeninas, pero expresamos: el pirata, el día. Por esta vía habría que tener en cuenta que determinadas virtudes encomiables se nombran solo en femenino: nobleza, santidad, destreza, heroicidad, ciencia, razón, sabiduría, inteligencia, felicidad, fraternidad, paz, sinceridad, democracia, libertad, justicia, las artes… y no se discrimina a nadie por ello. No nos olvidemos, cuando a una mujer se la reconoce por sus méritos,  determinadas y peligrosas conjunciones adversativas y concesivas sexistas hasta lo indecible: “es una mujer, pero muy sagaz”, “trabaja muy bien, aunque esté embarazada”.

Después de lo apuntado, parece obvio que el lenguaje inclusivo no garantiza la equidad real para hombres y mujeres; que la lengua es un reflejo de la sociedad y que nada se progresará si se sigue violando el sistema lingüístico con mecanismos caprichosos. Hay que pensar por qué determinados diminutivos abreviados que no clarifican el género como “guapi” no son un problema. Será porque el contexto lo aclara. ¿Pensamos que por aceptar contralta, soprana, se acabará el sexismo? ¿Es que la RAE desprecia o no tiene en cuenta a la Federación española de padres de niños con cáncer por haber rechazado incorporar “huérfilo” para designar a aquellos padres que han perdido a su hijo? ¿Es que por ser las mujeres más visibles en el lenguaje la sociedad será igualitaria? Y no digo “más” porque rechazo el uso de este adverbio de cantidad cuando se habla de equidad, libertad o justicia, hay que serlo sin cuantificadores. ¿Es que las actitudes verbales sexistas o que no haya una sociedad más igualitaria se deben al uso del masculino genérico?

Lo que verdaderamente debería preocuparnos es que hombres y mujeres cobren lo mismo por realizar idéntica tarea; que no haya compartimentos estancos a la hora de elegir un trabajo: torear, pilotar un avión, carrera militar, sumiller…; terminar con el tratamiento cosificador y de mujer objeto que presentan los cómics, los vídeo juegos y la publicidad; que se tenga en cuenta a la hora de ocupar puestos en la investigación a las mujeres cuando el currículum sea igual al de los varones; eliminar los chistes sexistas que tanta gracia hacen y tan tolerados son; tener las mismas oportunidades; que haya más mujeres dirigiendo empresas, hospitales, bancos, países …, pero, sobre todo,  conseguir una lucha eficaz contra la violencia de sexo.

Hemos caído en un debate superficial que impide la profundización en temas de relevancia como los que acabamos de mencionar con el fin de avanzar en la igualdad y el entendimiento. Hablamos de garantizar los derechos humanos a todos porque continúa el modelo de diferenciación: hay toda una construcción de qué es ser hombre y qué es ser mujer. Muchos nos preguntamos si hay una intencionalidad firme de transformar la realidad, los estereotipos. La desigualdad no hay que gestionarla, hay que erradicarla, suprimirla por eso es vital educar y, ahora, especialmente a los hombres (no hay una única forma de ser hombre) en la igualdad para que desaprendan lo aprendido, también a algunas mujeres, pues qué es ser mujer u hombre es una construcción social y cultural- como acabamos de decir- de lo que se deduce que el concepto de masculinidad y femineidad se aprende, se impone y esto hay que rectificarlo. La sociedad enseña a los hombres a reprimir sus emociones y de esta manera les prohíbe que lloren relegándose lo emocional solo a las mujeres. Cuando el imaginario se transforme entonces el lenguaje se modificará porque la lengua es una configuración cultural de naturaleza histórica y social en la que todo influye.

Igualmente, hay que considerar que lo políticamente correcto no siempre lo es cuando hablamos y los políticos deben tener cuidado cuando establecen normas de uso. Cuestionar desde puntos de vista personales y emocionales la lengua es peligroso. Hay que asesorarse, tener en cuenta a los especialistas y pensar que cuando la mujer acceda con naturalidad a puestos vedados, quizás el género gramatical dejará de tener importancia. No estropeemos el lenguaje, la mejor herramienta que el ser humano ha creado, una herramienta de ilimitadas posibilidades y entender que desdoblar el género o no hacerlo son opciones personales que no tienen que ser un ataque a nadie. Necesitamos con urgencia encontrar un sentido en esta controversia, un sentido que nos una en la ilusión de que el entendimiento es posible, sin alterar las líneas rojas de la sensatez y el equilibrio, así evitaremos la prevaricación contra el lenguaje. Las palabras se han ido formado a lo largo de los siglos acumulando significados emocionales, han acumulado una historia que en sus millones de usos es la causante de los significados cambien tan lentamente. Para comprender esto que acabamos de explicar hay que considerar las palabras de Fernando Vallejo: El idioma no se inventa, se hereda.

        Produce tiritona que continúe habiendo mujeres con miedo a salir solas, asesinos que matan porque aunque sigan haciéndolo, no pasa nada porque quedan impunes ya que raramente son condenados, mientras que el número de asesinadas crece y crece; esclavas sexuales; niñas a las que ceban para que engorden con el fin de conseguirles un matrimonio más ventajoso en el que ella no decide; más de tres millones de niñas a las que se les amputa anualmente el clítoris; mujeres quemadas vivas, rociadas con ácido, una lista interminable y terrorífica. Mientras, la comunidad internacional no actúa y seguimos permitiendo que todo se repita, sin que haya un clamor estruendoso, una movilización masiva. Asusta tanto silencio. ¿Y ante esta siniestra, oscura y blanqueada realidad todavía se puede seguir creyendo que cambiando las palabras se transformarán los hechos?

Dejemos de atender con tanto ruido lo secundario, lo pequeño e intrascendente e iluminemos con un cambio real el fin de que sigan existiendo mujeres sin derechos a elegir.

Queda un largo camino, mucho por modificar. Entretanto nos queda el consuelo de las palabras de la escritora colombiana Piedad Bonnett: El machismo siempre es una amenaza de desprecio y violencia, pero hace mujeres poderosas.