Nantes y un después #2

Aquí el tiempo cambia muchísimo. En un minuto hace sol, frío, lluvia y calor. Mi cuerpo ya no sabe qué sentir, pero por ahora mantengo todo en su sitio. Vivir en un hotel ha hecho que cumpla un sueño todo el rato; siempre he querido tener una casa en la que el centro de todo fuese la cama. Además una cama con ruedas y mando, para moverme a la cocina, coger pizza fría y acercarme a la ventana a cotillear. Parte de culpa también es de mis amigas. Mi madre está tranquila gracias a ellas. Me dicen quién me conviene, me prestan aceite, van conmigo a hacer la colada, me abren el vino y se ríen de mí. Que al final es lo más divertido. 

La primera semana de uni ha servido como espejo y consuelo. Para descubrir cómo son los franceses y para rescatar un alivio: en algunas escuelas de Europa dejamos de ser un museo para funcionar como un laboratorio. Las francesas guapas son tan guapas que no te atreverías. 

El miércoles aprendí a tocar varias teclas de un piano; lo suficiente para aparentar que lo sé usar. En la vida lo importante es lo que ven, no lo que sabes. Ese mismo día conocí a una chica uruguaya que rehúsa de Mujica. Siempre he creído que los artistas caen mal a sus familiares. 

El viernes nos timaron con una fiesta que no existía. Así que tuve que colarme en otra, al lado de las chicas griegas, como si estuviese dentro del caballo de Troya. 

La semana la terminé haciendo la compra. Un ejercicio emocionante. Tanto que tuve que volver al hotel en Uber, cargado de bolsas y con tomates cherry cayendo por el maletero. La versión underground de Paris Hilton. 

Aún nos quedaron cosas pendientes. Andrea pedirá alguna locura, Alba me recuerda que todavía no tengo ninguna de mis rutinas y Lucía y yo queremos ser un poco más franceses. Ir dejados pero con estilo.