Todos los chavales de la ESO escuchaban rap. Nos ponían a correr en fútbol y mis amigos se juntaban para repetir canciones, letra a letra, sin la mínima fisura. Yo jamás las aprendí, era incapaz de recordarlas y me quedaba solo, corriendo a paso lento, odiando al resto. Mis amigos y yo jugábamos a ser pintacalles, vestir de quicksilver y crear imperios en Tuenti, aunque solo uno de nosotros lo consiguió. No me llenaba el rap, hasta que una amiga lo nombró.
Al tipo que ayer salió con vaqueros y gafas de sol para cantar, que retrasó la vista de sus ojos, el que añadía a Ben Harper en sus temas. Enlacé con su voz tan rota y elegante desde la primera vez, era distinto y pocos le conocían. Sus letras adelantaban a los demás y siempre escribió para escucharse a solas, cuando es de noche o hace frío. Trajo a una chica rubia con mirada perdida para hacer fotos, innegociable, y llenó una sala oscura de corazones inquietos, en el café La Palma. Zetazen marcó mi primera adolescencia y entero lo escuché solo, ahorrándome el riesgo de compartir. Aprendí con él que para creer en ti mismo te tienes que sentir distinto, que el camino no es de la mayoría y siempre tuyo.