Al menos una vez al año mi padre y yo nos miramos con los mismos ojos. Y decimos al unísono: Ronaldo está acabado.
Ha luchado para diferentes reyes, unos protestantes y otros católicos, siempre rindiendo a su máximo nivel, goleando en cada batalla que libró. Y ahora se hace mayor, incluso algunos creen que ya está muerto, que Zidane le embalsama antes de los partidos y le sube a lomos de Bale y Benzema. Y con ello los rivales se amansan, y la BBC solo tiene que empujar el balón a la red.
Acumula varios partidos nulos, en los que entorpece combinaciones, ocasiones y súplicas, en los que ya no es veloz. Gesticula de forma ridícula, rebasa de impotencia al madridismo y se regaña con el gol. El entrenador nunca duda en ponerle porque su sola presencia apabulla, le prepara y le sienta en su caballo, creyendole inerte.
Y Cristiano llega al campo rival entre mantas, con los contrarios ansiosos por verle caído. El portugués gruñe y aprieta los ojos y empieza a disparar. Gol, gol, gol. Cristiano nunca acaba, pero ya no bajará de sus caballos.