En braille

Como cada mañana me despierto a las 8 en punto. Hace ya mucho tiempo que no necesito despertador. Todavía con los ojos cerrados palpo el lado izquierdo de la cama y lo noto frío, Martina debe de haberse levantado ya (todos los días se me adelanta).

Mi rutina de por las mañanas es simple: me despierto, me lamento de no poder tocarla nada más levantarme y antes de abrir los ojos los aprieto muy fuerte durante exactamente diez segundos deseando que al abrirlos hayan adquirido la capacidad de ver. Esta mañana tampoco ha ocurrido.

Después de eso me echo crema en las manos, parte esencial de mi cuerpo que lleva supliendo la función de ver durante mucho, muchísimo tiempo.

Me visto y recorro los calculados siete pasos que separan el dormitorio de la cocina. Martina me espera con el desayuno preparado como cada día desde hace casi 40 años, la verdad es que hay cosas que agradezco que no cambien.

Le toco la cara y le agarro las manos, le beso las mejillas y la frente, y se ríe. Tengo contado el número de arrugas que tiene alrededor de los ojos. Según mi estadística, le sale una nueva cada dos meses, aunque eso nunca se lo diré.

A cambio ella me peina y mirándome a los ojos (lo noto) me besa las manos embadurnadas de crema.

Mientras desayunamos me indica la parada de metro en la que tengo que bajarme hoy y el nombre del parque por el que tengo que preguntar una vez allí.

Jugamos a eso: ella me señala la dirección de un parque de la capital y yo me paso la mañana recorriéndolo, oliéndolo, tocándolo y escuchándolo.

Entrando al metro me percato de cómo la gente me esquiva. Noto como se apartan de mí y me siento como si estuviese metido dentro una burbuja, mi burbuja ciega.

La gente huye de mí como si no pudiese escucharles, ni tocarles, ni olerles, ni sentirles. Sé que miran mi bastón y se lamentan de mí, sé que no se atreven a mirarme a los ojos y sé que al entrar al vagón seis personas se levantarán de su asiento: tres para cedérmelo y otros tres para no sentarse a mi lado (ya os he dicho que les molesta mi bastón).

Por eso me gustan los parques, porque las ramas de los árboles explotan mi burbuja, al igual que Martina, Martina y sus 54 arrugas me encantan.

Mientras espero el tren un hombre se choca contra mí y acto seguido dice: “Perdone, no le había visto”. Me río. Él sí se ha atrevido a mirarme. “Tranquilo, yo a usted tampoco.” Acaba de explotar mi burbuja y eso que todavía no he llegado al parque.


Foto: Georgie Pauwels en Flickr bajo licencia CC 2.0