El rincón de Pedro

Invierno.  Montaña. Tres mil metros de altitud. Un pueblo con seis restaurantes y Pedro solo va a uno. Todos los días. Desayuna, come y cena ahí.

Es un pueblo con muchas cuestas, mucho frío y mucha nieve. Pedro es uno de los pocos que se atreven a subir esas pendientes varias veces al día, pero con la única excusa de bajarlas con la barriga llena.

Tiene la vista un poco dañada, el oído un poco estropeado y apenas habla; pero la sonrisa la mantiene intacta haya lo que haya de comer.

 

En ese restaurante, al que a partir de ahora llamaremos «su casa», tuve yo la suerte de poder observarle durante dos cenas.  Nos decidimos a entrar porque en la carta que había en la entrada ponía que tenían caracoles, y a mi padre y a mí ese nos parece motivo suficiente cuando se trata de decidir dónde vamos a cenar.

Al pasar nos golpeó una oleada de calor, no del climático, sino del acogedor. Pedro estaba sentado en su mesa, terminando de cenar y, a juzgar por su sonrisa, muy contento de tener compañía esa noche.

 

Según estaba sentado, de frente tenía una televisión sin volumen (que fingía mirar de vez en cuando), a cada lado una silla vacía y justo a su espalda, colgado en la pared, un cartel donde se leía: «el rincón de Pedro».

Lo de que Pedro estuviese sentado solo me despertaba mucha ternura, compasión y también me daba un poco de pena; pero el hecho de que tuviese su propio rincón en un restaurante me calmaba esos sentimientos.

 

Cuando ya nos habíamos acabado los caracoles y estábamos por el postre (la mejor tarta que he probado en mi vida), entraron por la puerta dos nuevos clientes, y quien dice nuevos dice casi tan habituales como Pedro.

 

Ambos ocuparon las dos sillas vacías que el propietario del rincón tenía a cada lado, se dieron las buenas noches y se acomodaron sabiendo exactamente lo que iba a hacer cada uno. El de la izquierda pidió a la camarera que por favor subiese el volumen de la televisión mientras el de la derecha cogía un periódico que incluso cuando yo ya me había ido seguiría leyendo.

 

Después de subir el volumen, la camarera les pregunto si querían lo de siempre, y los tres asintieron al unísono sin apartar la vista de sus tareas (qué envidia me da la gente que tiene un «lo de siempre»). Mientras que sus amigos se mantenían ocupados, Pedro aprovechaba para dormir plácidamente. Incluso se permitía el lujo de despertarse cada dos por tres con el ruido de sus propios ronquidos.

El último trozo de tarta lo saboree mientras pensaba que si yo fuera la propietaria de ese restaurante le pondría a Pedro una cama además de un rincón, y me imaginé a sus dos amigos arropándole y dándole un beso de buenas noches, pero sin decir ni una palabra.

 

Porque ellos no hablaban, simplemente se acompañaban. Y es que qué importante es tener a alguien con quien poder estar en silencio.


Fotografía: José Medina en Flickr bajo licencia CC 2.0