Todos nosotros fuimos niños, y todo niño creció siempre esperando con ansia la navidad. Los meses de diciembre y enero eran esa época mágica del año en la que las luces brillaban con más fuerza, los colores lucían más intensos y los abrazos y besos volaban con más facilidad. Pero sobre todo, para cualquier niño, y Carla no había sido una excepción, la navidad significaba regalos, desenvolver paquetes y estrenar ropa y juguetes nuevos.
Carla recordaba con nostalgia aquellos años de la infancia en los que la ilusión por la llegada de Papá Noel y los Reyes Magos eclipsaba todo su universo y la sumergía en un estado de ebria felicidad. Ahora, rozando la treintena, la navidad se le presentaba como un tiempo de frenético consumismo y continuo trabajo que en nada se parecía a sus alegres recuerdos.
Aquella noche, el abuelo Anxo la observaba desde su mecedora, abrigado con su vieja manta, rumiando por lo bajo quién sabía el qué. Cuando el abuelo vio que Carla había terminado de recoger los restos de la cena de Nochebuena, la llamó a su lado y le pidió que se sentara a escuchar. A Carla le sorprendió aquella petición, pero estaba cansada, por lo que se acurrucó con gusto en el sofá dispuesta a escuchar.
El abuelo Anxo dirigió su mirada a la ventana y preguntó a su nieta si conocía al visitante que aquella noche del 24 de diciembre tenía que bajar de las montañas a visitar a los niños. Carla estaba algo confusa, ¿bajar de las montañas? ¿no sabía el abuelo que Papá Noel vivía en el Polo Norte?
El abuelo Anxo ignoró las objeciones de Carla y la instó a escuchar. Con voz calmada y la mirada perdida en las montañas luguesas de la Sierra del Courel el abuelo comenzó a narrar su historia: “Vive en la montaña” – el abuelo hizo una pausa, completamente inmerso en la narración- “sí, sí, allá arriba en la montaña” – continuó – “y es un hombre grande, barbudo, que bajaba a visitarnos la noche antes de Navidad”. “Venía a vernos a todos y palpaba todas las barrigas”.
Carla no pudo evitar sonreír. Había escuchado antes aquella historia. La creía olvidada, pero el abuelo la estaba rescatando de algún lugar profundo y recóndito de su memoria. El hombre, con los ojos brillantes, continuó hablando.
“Si nos veía muy delgados nos dejaba castañas y, si había suerte, algún que otro regalo. Sí, sí, venía de las montañas y llevaba boina”. Los ojos del abuelo Anxo brillaban con fuerza, su cuerpo abrigado con aquella manta en aquella habitación, pero su mente perdida en los poderosos recuerdos infantiles. “Cuando venía el ‘Apalpador’ era la mejor época del año”, sentenció el abuelo, dada por concluida la historia.
Carla sonrió. El abuelo Anxo, perspicaz como siempre, había dado en el clavo. Para ella las figuras de Papa Noel y los Reyes habían sido los personajes señeros de la navidad, mientras que para el abuelo lo había sido el Apalpador, pero todos remitían a lo mismo; la navidad era una época de ilusión, de esperanza, de risa, de alegría, de compartir, de dar y recibir… los ojos brillantes del abuelo Anxo se estaban encargando de recordárselo. Agradecida, se levantó de su asiento; estaba decidida a recuperar la ilusión y a disfrutar de nuevo de la navidad. La niña que sabía que todavía vivía en ella pugnaba por renacer.