La primera nevada del año siempre despierta emoción. Los copos cayendo sobre la hierba, los árboles, los tejados y las chimeneas de las casas… posándose elegantes y orgullosos, conscientes de su belleza y su magia embaucadora, que provoca que la mirada se quede prendada viéndolos caer.
La lluvia invernal, al igual que su compañera la nieve, puede mecernos y transportarnos a un cosmos de paz y perfecta irrealidad, ¿acaso no es relajante leer un libro acurrucado con una manta mientras la lluvia invernal golpea incansable la ventana?
Nieve, lluvia… el invierno tiene sus pequeños encantos. Pero cuando el frío aprieta, cuando se cuela en el cuerpo, cuando la nariz se enrojece, cuando las manos se paralizan… el invierno también tiene sus desencantos, ¡muchos, de hecho!
Cuando corremos a refugiarnos en un café de la lluvia, cuando nos arrebujamos en el abrigo al salir del metro, cuando nos desesperamos en la parada de bus al darnos cuenta de que le faltan 20 minutos, cuando las manos se nos hielan tratando de contestar un whatsapp, cuando, cuando, cuando… en esos cuandos odiamos al invierno, odiamos la lluvia que nos cala, odiamos el frío implacable y odiamos el hielo que nos hace resbalar.
Y soñamos. Soñamos con las flores de abril, con el sol de mayo, con el calor de junio, con el café con hielo de julio y con la playa de agosto. Los árboles vuelven a la vida en primavera y, de alguna manera, nosotros con ellos: florecen y florecemos, renacen y renacemos, y todo al tiempo que los colores surgen y se multiplican en una paleta de infinitos matices.
Con la llegada del equinoccio parece que el sol luce más gallardo, iluminando el planeta con más fuerza. Esa fuerza parece transmitirse a los pájaros, que cantan más y más alto, y, como no, a nosotros los humanos. El invierno ciertamente tiene sus encantos, pero cuando toca a su fin… ¡ains! El equinoccio de primavera es una de las fechas más bonitas del año.
Fuente Imagen: Turismo EEUU
María Corredoira Cobas