Desde hace más de dos meses juego al tenis con un colega tan distinto a mí que me sale escribir.
Lo primero que hace diferente es conducir, porque los demás te llevan en coche, pero él te conduce. Con una seguridad tan firme que parece un insulto. Como si para él la vida fuera el rato del adelantamiento, para después olvidarlo a la espera de un cruce. A estas alturas de párrafo mi madre ya me ha prohibido volver a jugar con él.
Después en la pista es igual que en la vida. Y en la vida decide como si lo hiciese con un volante. Impone siempre, y cada bola que pega es más dura que una sentencia, como si cada una de ellas fuera la última. Con su saque, la derecha, en la red y con su repertorio de dejadas, a las que no llegaría ni montado en su coche. Su tenis es él: aunque sepa que con ese golpe ha perdido le va a pegar más fuerte, porque quizás le sentaría peor que se la devuelvas.
Es el colega que mejor juega de todos los que tengo, siempre se lo digo, es mucho mejor que yo. Si no lo fuera, me daría vergüenza ganarle. Sin embargo, nunca he perdido con él. Y su juego me hace pensar en cada punto, porque el tenis, tan solitario, es de los únicos deportes que te descubren. Y le descubres a él.
Fuente Imagen: La pista y mi raqueta, de un azul tan intenso que parece una opinión