“Los que dejan de ir al pueblo son unos losers”, me dijo hace unos días mi primo mayor, el líder espiritual de mis meses de agosto. Así de graves son los pueblos.
Para los que no tengan: son pequeños, viejos y todos somos primos. No hay panaderías, tiendas, ni discotecas, aunque sí hay glamour. En los calcetines subiditos de algunos y en los vestidos de flores de otras. Durante el año no existen y solo duran quince días. Quizá en lo breve esté la esencia, que siempre es ilusión.
En los pueblos bailas con tu madre a Rocío Dúrcal, acabas de fiesta en garajes abandonados, miras las estrellas y cenas en las neveras de cada casa: ensaladilla rusa y actimel. Son el hogar de novias inventadas y otras de verdad, de recuerdos de tu infancia, de partidos de Supercopa y futuros por llegar.
Los pueblos son tan serios que son para siempre. Allí traerás a tu chica al final, y cuando lo pienso me pregunto qué ropa llevará, para estar con todos, bebiendo algo cerca del bar. Son tan serios que allí pasearás a tus hijos para jugar, junto a la plaza y con sus abuelos, que aquí nunca acabarán.
Tener pueblo es más grave que ser de un equipo. Y yo soy de tres y tengo dos. Sin elegirlo, por pura gravedad.