No sé por qué, muchas veces sueño que al bajarme en mi parada de metro, todas las personas de mi vida me están esperando en el andén. Confío en que alguna vez llegue ese día, o al menos lo lleven al cine, o a la televisión. Mientras, he visto algo parecido al llegar a la redacción.
Porque también hay que abrir muchas puertas, y toda la gente que está allí ya la conozco.
Cuando voy por las mañanas siempre está De La Riva, con camisa de cuadros y más de cien artículos escritos, todos anti-Karim. También aparece mi colega Javi Martín, porque seguramente hayamos ido juntos en coche, hablando con acento y de cotilleos.
Por la tarde hay más gente. Al primero que veo es a Matilla, y si está él ya me siento como en casa. Porque siempre me guarda un rato para hablar. Después busco a Cortegana, a ver si está, y si le miro ya me río. Por eso me dicen que entro al periódico feliz.
Cuando llego a mi sitio siempre me espera De Paz, cada semana más moreno, más humilde y más majo. Al fondo ya está Patricia Cazón transmitiendo: cariño, fuerza y alegría. Igual que Maite, dos corazones rojos y blancos, vitales en una vida y en una redacción. Y cerca tengo a mis dos compañeros de dinastía: Cordovilla y Jonás, los emperadores del estuche.
Después llegan Marcos y Picón, las cheerleaders de Laucha y los reyes de la conversación. Solo uno de ellos es argentino, pero podrían serlo los dos. Aunque me digan que soy un boludo.
Y por la noche aparece Lopesino. Un tío grande, de los que habla poco pero dice y sabe mucho.
La oficina y la redacción solo comparten una cosa: que hay que ir todos los días (lo peor). Pero ya quisiera la oficina parecerse a una redacción.