Álvaro y yo estábamos dormidos, pero nos despertamos. Sergio, Sehio para sus vecinos, hablaba con el conductor. Abrimos los ojos porque empezaron a discutir sobre drogas y dictadores. A Álvaro al principio le seguía dando igual, pero el conductor comentó que una vez vio salir del asiento trasero de un coche a diecisiete hombres trajeados, como si se le hubiera replicado su imagen. Todos iguales y negros. Después dijo que vivió un año en México, en Querétaro, para estar más cerca de una de sus pasiones: la psicodelia, y sentirse al lado de la cuna del peyote. Nos contó que allí quedó con un chamán en un desierto, pero al final no apareció, por problemas de agenda, intuimos todos.
Cuando nos dejó en nuestro destino le dije que escribiría sobre él en mi columna. Y él me propuso que pusiera que le faltaba una pierna y quiso posar así en la foto. Probablemente mi madre me prohíba viajar más tras estos dos primeros párrafos.
Después llegamos al pueblo de Sergio, Sehio, y allí hicimos lo que mejor se nos da: dormir, pensar y enamorarnos. Dormimos tanto que su madre comenzó a sospechar de nosotros. Y pensamos hasta por la mañana, cuando en su cocina y justo después de levantarnos, comíamos ensalada de pasta y nos preguntamos si éramos felices. Lo último que hicimos fue enamorarnos: de una chica gitana que vendía patatas fritas de madrugada. Y nos gustó tanto que acabamos comprando hasta botellitas de agua.
El siguiente viaje que hagamos, con el permiso de mi madre, será al desierto de México para visitar al chamán. Para que nos lea las manos y averigüe si esa mañana, comiendo ensalada de pasta, éramos felices.