Este año y casi siempre los lunes me han gustado, pero este curso un poco más. Porque mis colegas de clase y yo nos hemos puesto de acuerdo para tener, justo los lunes, las mejores conversaciones de la semana. Con la suerte de coincidir con las fechas de mis columnas.
Hablamos sobre si nuestras novias van a volver, por muy lejos que estén, o hayan estado. Ideamos planes para salvar asignaturas en las que suspender sería mucho más suave que tener que hacer sus trabajos. Debatimos durante horas sobre la ética de hacer voluntariados, con la conclusión de dedicarnos al voluntariado familiar. Planeamos guerras de mandarinas por nuestros barrios y siempre volvemos a casa con la cabeza poseída por alguna estupidez.
Los lunes, incluso, alquilamos salas de estudio en la universidad solo para hablar como profesionales: con pizarras electrónicas, paredes de cristal y los pies sobre la mesa.
Llevamos dieciséis años escuchando en el colegio y la universidad para recordar una frase que siempre nos repetía un profesor: “aquí solo venís para aprender a escribir y a hablar”. Una de las dos partes seguro que la hemos cumplido, pero aún es pronto para saber cuál.