Alguna vez al año tu móvil se queda sin espacio y tienes que borrar tu galería. Y recuerdas cada foto desde hace tanto tiempo. Sobre eso iba a escribir mi columna, pero no.
El domingo por la noche mi madre nos vetó el Betis-Celta y dio con un reportaje que resultó mejor. Y eso que quedaron 3-3. Un médico desviado a la homeopatía decidió montar una secta de brujos, y varios expacientes del chamán hablaban en la tele para relatar su experiencia. Uno de ellos grabó algún episodio que vivió: quince personas en una playa de Cádiz sobre las 6 de la mañana en ropa de baño, en círculo y moviéndose como en los instantes previos a jugar un partido. El líder les pidió que dijeran por turnos algo de sus vidas que les avergonzara. Un hombre alzó la voz: “Odio a mi abuelo”. Sus compañeros se quedaron mudos, y el hombre continuó: “No le soporto, joder”. Tras ello, los demás también expusieron sus vergüenzas: todo malos recuerdos.
Después del programa y ayer me quedé pensando, sobre todo en el hombre que odiaba a su abuelo. Pero también en los recuerdos. En por qué unos se quedan, rojos, y otros se van, como si no tuvieran color. Y por qué el cerebro, que es tan inteligente, no elimina a los malos y subraya los otros.
PD: Al final no borré espacio, porque en la galería del iPhone tú decides los recuerdos que se quedan. Buenos o malos.