Por Marta de Frutos Pastor, tercer premio del I Concurso de Relato Corto de Peñagrande en categoría juvenil.
Miras a tu alrededor, no reconoces el lugar donde te encuentras, parece el típico barrio de las películas americanas; una calle inmensa, pero totalmente vacía, completamente aislada. Estás solo, y tienes una extraña sensación. Sientes que puedes hacer lo que te dé la gana sin ser juzgado, pero también te agobia la idea de estar rodeado únicamente de tus pensamientos. Tu mente se llena de ideas, se agolpan tus recuerdos, tus malas experiencias. No sabes cómo reaccionar, te estás colapsando. Tus ojos se inundan, no te dejan ver, empiezan a brotarte lágrimas de los ojos, dos ríos infinitos te recorren las mejillas, y cientos de emociones traspasan tu cuerpo como un latigazo de corriente. Caes al suelo rendido, golpeándote las rodillas, te duele, pero te duele más la presión en el pecho que no te está dejando respirar, crees que ese es el final, que no hay salida, y dejas de resistirte ante la idea de pasar por ese dolor. Una luz cegadora empieza a iluminar tus ojos; atraído luchas por llegar a ella, te vas sintiendo más fuerte, más tranquilo, como si todo hubiera acabado, como si el dolor hubiera llegado a su fin.