Mis cuadros favoritos

Hace una semana tuve una tutoría con mi profe de Arte. Fue en Fuenlabrada, lejos de Madrid y fuera de España. Allí me recibió en una sala divertida, con todo para ser un taller de juguetes. Empezamos a hablar y de repente se puso a mandar audios, con la voz de idiota que ponemos los chicos cuando creemos ligar. Eran para su novia australiana, «para que digan que uno no puede enamorarse con más de 50». 

Tras mis intentos fallidos de conseguir las preguntas del examen, me invitó a su casa para enseñarme sus cuadros. La propuesta desde fuera dio más miedo que un peligro, pero incluía un viaje de vuelta a casa en su coche. Y desde Fuenlabrada solo se puede volver en avión. 

Su casa molaba porque tenía mucha luz. Allí me dio a elegir entre sus americanas para su cita inminente y en el ascensor se maldijo por no haberse afeitado y olvidar la gomina. Yo le dije que olvidar la gomina siempre era un triunfo. 

En el viaje de vuelta hablamos todo el rato sobre relaciones de amor. Él me aconsejó que nunca me fuese a vivir con una chica salvo que fuera la definitiva. Después de casarnos o tras firmar un pacto ineludible: en mi caso sería que aceptase que nuestra hija se llamara Elena. Ella podría elegir si con «h» o sin «h». Cuando nos despedimos le dije que había aprendido más de amor que de arte. Son dos cosas que enganchan porque ninguna se puede entender del todo. Como las columnas. Por eso son mis cuadros favoritos. 

 

Fuente Imagen: Mi cuadro favorito, de Canogar