El lunes tenía tantas ganas de dormir que me acosté a las 23:30, una hora inédita. El día también lo pasé durmiendo; una pena al estar de viaje por San Sebastián. El martes desperté igual, casi sin despertar. Y ya me preocupé, por si padecía de una abulia pasajera. O sería narcolepsia, como me dijeron una vez en la universidad.
Una voz y no un vistazo acalló mi sueño. Era José Carlos Ruiz, un filósofo andaluz que se sobrepuso a los peligros de su acento para alertar sobre la nueva felicidad. Dijo en La Ser que la felicidad moderna no era tener cosas, sino acumular experiencias, y cada vez experiencias más idiotas. Y que será difícil alcanzar la verdadera esencia en un mundo tan acelerado, impaciente y virtual.
Yo me quedé pensando. Lo primero que me inquieta es que la felicidad sea obligada. Que la quieran para todos ya es un motivo suficiente para desconfiar. Como cuando te imponen ser alguien en la vida, o piensan que no disfrutas si no te ríes todo el rato.
También me dio miedo recordar que yo necesito hacer muchas cosas, lo que me identifica con la felicidad moderna de acumular experiencias. Pero me alivia saber que las personas que más me atraen son las que no hacen nada.
Visto lo visto, en un mundo tan complicado, puede que lo más feliz sea dormir.