La despedida que más recuerdo ni la viví yo; le pasó a mi padre, que resume tanto que no le gusta escribir. Fue en junio y me llevó a la estación de tren de Castellón. Me siguió hasta el control de seguridad y se emocionó mientras me iba. Cuando me lo chivó mi madre me reí un poco de él, y se defendió diciendo que se sintió en una película. La despedida por mi Erasmus a Nantes no lo pareció porque todos estábamos felices. Aunque mi madre también se emocionó un poco en la zona de seguridad. A lo mejor lloran porque no creen que supere los controles.
Puede que estuvieran felices porque esa semana compartía piso con tres chicas. Las Supernenas. Una es Lucía, y con ella no me hubiera hecho falta traerme la Play para sentirme como en casa. Sus fotos son la única esperanza para mi Instagram; te las pagaré con naranjas.
Otra es Raquel. Una semana ha bastado para pensar que siempre ha estado en mi vida. Se ha reído con todos los vídeos de mi iPhone y me acompañó una madrugada a por una Coca-Cola, cuando estaba dormidita y porque yo tenía miedo de bajar solo. Me dejaría tranquilo saber que me regañarás toda la vida.
Y luego Piluki, una chica con glamour. Para despertarse, para comer crèpes y para hacer FaceTime. Una pena que no sepas jugar a papelitos.
Nantes es una ciudad ideal para vivir tranquilo, montar en bici y ser atracado cada noche si vuelves solo de fiesta. Para beber batidos de piña colada y comer el segundo mejor perrito caliente de la historia. Para estudiar en la Audencia, una universidad que parece Google, tan moderna que no se pueden hacer pellas.
Hace unas semanas hablaba con un colega que el dinero solo molaba para hacer cosas estúpidas. Como moverte solo en Uber y, yo que sé, irte de Erasmus y vivir en un hotel. Los sueños son tan peligrosos que se cumplen.
La primera semana de Erasmus la terminamos como una familia. Cenando en un asiático refinado y juntos. Con Gus, Andrea y Alba. Faltó Ainoita para darnos un poquito más de alegría. Lo bueno del Erasmus es que nunca sabes lo que vas a hacer este día.