El reparto del tiempo siempre me ha confundido. Por culpa del colegio y la universidad cada 1 de enero he pensado lo mismo: a qué viene la obligación de empezar algo nuevo justo cuando estamos en la mitad del curso.
Este año ha sido distinto. Diciembre fue más fácil de terminar porque coincidió con el fin del Erasmus. La experiencia me sirvió como alivio: hay veces que lo que acaba también es bonito.
Para resistir los vaivenes del calendario, llevo toda la vida bajando a dar vueltas con mi vecino Marcelo. En esos ratos ordeno los años. Este 1 de enero me volví a casa pensando que ya somos mayores. Marcelo habló de lo primero que se compraría cuando tuviera una casa: un maldito Roomba. Además profundizó, y me dijo que quería uno de esos que también friegan. En el momento no me di cuenta, pero al llegar al sofá me quedé asustado.
Después estuve casi toda la noche despierto para sentirme un poquito más joven. Pero la realidad me golpeó otra vez. Esa noche me tocó escribir un texto para el departamento de Marketing del As sobre máquinas de coser.
En mitad del artículo ya no supe si era mayor o joven. Pero mi vecino además del susto me ayudó a entender una cosa. Él y yo nunca nos hubiéramos elegido. Él es rubio, fuerte, muy alto. Le gustan los ordenadores, el orden, odia el fútbol y el cariño tampoco le va mucho. Un enero, hace tanto, nos pusieron a vivir puerta con puerta. Y yo que sé, ya nos quedamos juntos.
Con los años pasa algo parecido. No es una cuestión de vecinos, pero siempre viene algo ahí enfrente de tu puerta. Por muy lejos que hayáis estado. Un WhatsApp, un viaje allá, un correo, un hotel, otra universidad. Enero sobre todo es un aviso; nadie sabe el año que viene.