Cada noche nos hacíamos cinco preguntas. Ella las escribió primero y empecé a responderlas yo. Después contestó ella. Lo hacía como si su hermana fuese la novia de Jabois, pero mejor. Coincidimos en lo que nos ponía más felices: lo que pensaba de nosotros la gente a la que admirábamos tanto.
Estos días tras la muerte de Gistau el grito unánime ha sido de admiración. Escritores, periodistas, presidentes del Gobierno, cantantes y futbolistas le han dedicado unas líneas tan bellas. Gistau pintó un columnismo tan brillante como gruñón. Él mismo decía que “cualquier columnista que se precie no puede tener una foto sonriendo en el periódico”. Ahí Cortegana me dio por perdido. Sus barbas de vikingo, el tono crispado de Bustos, los golpes de Reverte, la melena enredada de Jabois. Lo bonito es admirar, porque nadie sabe aún cómo encajar la admiración.
Todos los días por la mañana me quedo mirando a mi madre. Es una mujer arrolladora, con unos gestos tan sinceros que se te clavan, de un amor tan fuerte que no tiene remedio.
Otra mañana vi a una chica salir corriendo por el patio para rescatar a su hermano de los chicos más tontos de todo el recreo, que se dedicaban a dar pelotazos. Ella vestía una mirada tan fulminante que no la olvidaré.
Aún no me atrevo a que me guste algo sin que antes le haya gustado a mi padre. Espero que me deje una buena herencia, porque su reposo, cultura, honradez y perfeccionismo me han dejado sin gusto. Llevo 22 años agarrado al suyo.
Antes de publicar un texto siempre se lo mando a él. Si le gusta luego os lo enseño. Una vez en Benicássim le di a leer uno de ellos. A los dos minutos me llamó a la mesa que está antes de llegar a la terraza. Estaba serio y me dijo cuatro palabras (muchas para él): “Eres muy bueno, cabrón”. Yo me fui a la habitación y me puse a llorar un poco.
Ese día no decidí que quería escribir de mayor. De hecho, no creo ni que nosotros podamos decidir lo que hacer en el futuro.
Te admiramos, David Gistau.