El estallido del coronavirus me pilló puntual: ya estaba malo. La noticia de Messi la viví mientras entraba en la playa. Un niño le decía a su padre: “El Barça ya sí que no tiene nada”. La playa parecía una redacción sin periódicos.
La ruptura de Messi con el Barça tiene mucho de todas las rupturas. Hay algo de injusticia en las parejas, una norma implícita que acaba con ellas. Cuando uno de los dos se despierta una mañana con la ocurrencia de no querer seguir no hay nada más que hacer. Y no es justo, si son una pareja tendrían que decidir los dos. Como si las cosas terminaran por votación. Los contratos y las bodas se crearon para reducir lo imprevisible del amor, pero ni con esas.
La marcha de Messi es el epítome de la debilidad. De Messi y del Barça. El diez se quiere ir porque sin sus amigos, sin un equipo ganador y con esta directiva ya no se siente tan poderoso. Si se creyese lo que es, el mejor jugador del mundo, le motivaría aún más ganar solo. Aunque Messi nunca ganó solo. El Barça cada vez es más débil no porque se vayan sus cracks, sino por negarse con bajeza a sus marchas.
Messi no es un tipo romántico. Siempre tomó decisiones razonadas, solo salió a hablar cuando estaba enfadado y como escribe Rodrigo Fresán, ningún rockero argentino le dedicó una canción.
Que se vaya es un alivio. Una liberación para tantos que le disfrutamos en bajito. A Messi solo le faltaba algo para ser reconocido como el mejor de la historia: que le quisiera el madridismo.
Fuente Imagen: El Desmarque