La reflexión de un joven en la orilla de la playa se ahogaba en un texto sin alma como aquel velero que se perdía en el horizonte de una mirada vacía. El graznido de las gaviotas entraba de lleno en la mente de nuestro joven mientras anhelaba los buenos tiempos ya prácticamente extintos y capturados en fotografías de 35mm que olían al aroma del olvido y la soledad. Eran recuerdos trazados en una paleta de colores blanco y negro.
El marinero del velero acariciaba la brisa con la yema de los dedos para después invitarla a bailar un vals mientras sentía que su fallecida amada seguía todos los compases al mismo ritmo que él. El mar era su lugar de dejar la mente en blanco. Ese sitio donde los minutos pasaban a ser la libertad de un niño que acaba de aprender a montar en bici. Y es que pese a estar sin la última pieza del puzzle llamado vida, sus recuerdos eran una paleta de colores pastel.
Un día ambos se encontraron y entablaron conversación. Llegaron a la conclusión de que uno era el frenesí de un sábado noche y el otro un domingo lluvioso de octubre mirando por la ventana. Tan solo compartían orilla, hasta que un día compartieron algo más; una forma de pensar. Y fue tras el siguiente consejo del anciano marinero: una mirada perdida y un trazo en blanco y negro tan solo son oportunidades para abrir los ojos, enfocar al horizonte, y deambular en la vida como en una noche de verano.
Texto: @_raulruiz98 / Fotografía: @davidolivas