Ana Rodrigo Arroyo

En conmemoración del Día Internacional de la Mujer (8M)


Tenía 15 años y apenas sabía lo que significaba ser feminista. Era el año 1971 y yo trabajaba los veranos en una fábrica donde los hombres tenían los mejores trabajos y, por supuesto, cobraban bastante más que las mujeres, que éramos mayoría.

Entrábamos a las 6 de la mañana, lo que suponía levantarse, al menos, una hora antes para llegar a trabajar. Me extrañaba que muchas de las trabajadoras iban maquilladas perfectamente, incluso con la raya dibujada en los párpados en aquellos años donde aún no se había inventado el eyeliner. Yo, siempre curiosa, les preguntaba por qué iban tan maquilladas. La mayoría me respondía que era “para encontrar un marido que las quitara de trabajar”. Su respuesta me hundía en la pena y la rabia. Aun así intentaba entenderlas: en la fábrica, como en la sociedad, la mujer seguía siendo menos que nada.

Yo tenía claro que no iba a ser como ellas. Estudiaría y viviría mi propia vida, sin depender de los hombres, y eso intentaba hacerles comprender a mis compañeras: la importancia de la propia autonomía. La mayoría de las veces mis palabras tenían muy poco eco en aquellas obreras que confiaban su futuro a encontrar un marido.

También recuerdo alguna conversación en la que yo las interpelaba acerca de qué ocurría si a veces no querían tener sexo con su marido. La respuesta casi siempre era la misma: “Te aguantas y accedes. A los hombres si no les das lo que necesitan se van con otra”. A mis 15 años me parecía terrible.

Así era la sociedad española de los setenta: machismo y patriarcado con las mujeres como aliadas. Así se había lavado el cerebro de las mujeres con la educación franquista. Así nos habían preparado para ser esposas y madres, para no rechistar si nos pagaban menos, si hasta nos hacían un favor dándonos un trabajo donde podríamos pescar marido. Solo éramos aves de paso esperando servir de descanso del guerrero al final de la jornada, nos apeteciera o no. Ese verano me hice feminista. Las encargadas me perseguían para que no hablara con las demás. “Para que no alborotara el gallinero”, decían.

Algunos años después era activista feminista en mi barrio, tratando de crear conciencia en las mujeres, la mayoría amas de casa. Recuerdo un día que estaba en casa de una de ellas, llegó el marido y prácticamente me echó con cajas destempladas ante el miedo de la mujer por estar hablando de feminismo. No sé qué pasó entre ellos una vez me fui, pero esa mujer ya no volvió a nuestras reuniones.

El miedo al macho, el miedo metido en las mujeres hasta la médula, el miedo a ser abusadas, maltratadas, a quedarse solteronas, para vestir santos, el miedo a no gustar a los hombres, a no saber cocinar, a no poder “darles” hijos. En mi pueblo, de campesinos, una mujer que no tenía hijos era considerada como una apestada, no válida. Si tenían hijas y no hijos se preñaban las veces que hiciera falta hasta que llegase el varón.

En las casas con algo más de recursos, los que recibían estudios eran los chicos: las chicas ya se casarían; y si no se casaban, cuidarían de los padres ancianos. Parecía que la violencia de género no existía porque no se hablaba de ella. Una mujer a la que su marido pegaba había tenido “mala suerte” y con eso se zanjaba la cuestión, cuando no con la expresión “algo habrá hecho ella”.

Todavía en los setenta, en España las mujeres no podían ni trabajar, ni viajar, ni casarse, ni tener una cuenta corriente sin el permiso del padre o el marido. Se nos consideraba seres inferiores, eso sí, “reinas de nuestra casa y nuestros fogones”, pérfidas beldades que llevaban a los hombres a la ruina si eran muy guapas; marimachos si nos gustaba el deporte o llevar pantalones; putas si nos gustaba el sexo, porque a una mujer de bien esas cosas no le gustan. Las putas lo eran sobre todo por viciosas, por lo tanto podían ser maltratadas por los hombres que las frecuentaban. Ya se sabe, ellos tienen sus necesidades y para eso están las putas y desviadas.

Sí, queridas amigas, por esta y mil razones más, yo soy feminista.