Irse de casa

Nunca me he querido ir de casa. Cuando iba a los campamentos de verano una de las actividades que siempre hacía era ponerme a llorar. Al Erasmus fui obligado. No por nadie, sino por mí mismo. Hay citas ineludibles en la vida. Incluso una de mis partes favoritas de los viajes es saber que voy a volver a casa.

Nunca me querré ir de casa. El día que me vaya no será porque me apetezca, será por llevar un cierto orden. No se puede ir por ahí viviendo con tus padres hasta los treinta. Los deseos van detrás del decoro y el glamour.

Comprarme un coche tampoco entraba en mis planes. Mi padre repite una frase que se me grabó: quien no tiene coche es porque es muy listo o porque es muy tonto. A mí ya me empezó a dar miedo saber dónde estaba situado y me lo compré. Y ya que compraba uno que al menos molase. Cuando me vaya de casa que al menos sea por todo lo alto.

Con lo difícil que está emanciparse en Madrid, los padres de un colega decidieron comprar la casa de al lado para unirla a la suya, pero dividirla en dos partes con una puerta: una para ellos y otra para sus hijos. Los dos hermanos se han ido de casa sin darse cuenta. Mi madre ya está trabajando en este método. Yo mientas me preparo para el momento.

Sonando “La Cabalgata de las Valkirias”, en un piso con balcón en Alonso Martínez. Bajando a comer el menú del día a Barrutia y el 9. Pensando cuándo voy a volver.