El pasado domingo mis dos tías llamaron a mi madre y coincidieron: “¿Está bien Javi?”. Se extrañó hasta mi madre, que suele hacerse esa pregunta cada muy poco tiempo. Mis tías llamaron preocupadas por lo que está ocurriendo con los botellones, por si mis amigos y yo fuésemos una de esas bandas que van atracando por ahí.
A mis tías les tranquilizaría saber que mi trayectoria por los botellones se resume en una escena. En mitad de una pelea, con varios de nuestros colegas repartiendo puñetazos, Marce, Jimeno y yo nos abrimos un huequito para iluminar con la linterna del móvil y echarle unas gotas en los ojos a Jimeno.
Los botellones seguramente nacieran en el parque del Jeri y de ahí se expandiesen por todo Madrid, con Bilbo como profeta. Bilbo era el hombre que nos vendía el alcohol, y le llamábamos así por su parecido a Bilbo Bolsón. A este Bilbo no se le perdió el anillo pero se le escurrieron muchas botellas de Negrita.
La situación más peligrosa que viví en un botellón me pilló muy cerca. A mi lado escuché cómo alguien gritaba “ASESINOOOOO”, unido a un llanto desconsolado. Nos temimos lo peor. Pero todo aquello coincidía con una moda muy extraña que causó furor en nuestro barrio: muchos chavales empezaron a comprarse ratas. “YO NO HE MATADO A NADIE” fue la respuesta al primer grito, también entre sollozos. Uno de los chavales, intuimos que sin querer, había pisado a la rata de su colega hiriéndola de muerte.
La gente que quiere prohibir los botellones es la misma que se quedó sin ninguna historia que contar.
Fuente Imagen: Diario Público