Un año más en ARCO la gente fue más guapa que los cuadros. Lo que viene a ser un éxito. Yo más que a mirar obras fui a preguntar por sus precios. A mis colegas les iba mandando fotos. «O sea llevo 15 años con una obra igual en mi cuarto», me respondió uno, justo a la foto de unas bufandas apiladas muy españolas y muy españolas. 12.000€.
Yo de cuadros no entiendo mucho. Los distingo por dos tipos: los que me gustan y los que no. Los que me gustan suelen ser parecidos. Muy sencillos o muy divertidos. Una serie de láminas con mensajes para tus hijos («Teach your kids how not to listen, teach your kids how to fuck in metaverse, teach your kids how to steal»). Un ajedrez con productos de maquillaje. Unos rastrillos o tenedores como si fueran manos. Unas líneas sencillas, blanco, rojo, negro, blanco. Las cosas que te parecen bonitas no hace falta entenderlas. Para qué.
Entre stand y stand vi a dos galeristas hablar de coña. «¿Tú qué quieres pintar», le dijo uno al otro. «El futuro. Que eres tú», respondió.
Pasear por ARCO merece la pena. Es un alivio ver que toda esa gente aún se detiene. Para mirar un cuadro a ver si le gusta, a ver si lo entiende. Para observar con mucho esfuerzo una estupidez. O pensar en todo el tiempo que se detuvieron a pintar esos artistas. Algunos solo unos minutos.
A mis padres también les iba mandando mis cuadros favoritos. Mi padre me dijo que era un poco naif. Lo que tú digas. La buena selección de ARCO no era de cuadros.